Que nadie diga cuando es tentado: «Soy tentado por Dios». Porque Dios no puede ser tentado por el mal y Él mismo no tienta a nadie. Sino que cada uno es tentado cuando es llevado y seducido por su propia pasión. Después, cuando la pasión ha concebido, da a luz el pecado; y cuando el pecado es consumado, engendra la muerte. Amados hermanos míos, no se engañen. Stg 1:13–16.
Una lucha que hay que tener en medio de las pruebas es la tentación; los asuntos, problemas y las circunstancias que nos aprietan nos harán rápidamente ser tentados. Ya que esto es una realidad absoluta, la Biblia deja muy claro que esta parte de la prueba no viene de Dios. El Señor manda la prueba para hacernos conscientes de nuestra maldad y falta de disciplina, de nuestra falta de dependencia y para fortalecernos a fin de hacernos semejantes a Cristo. Pero la tentación no puede proceder de Él.
El ser humano, desde Adán, siempre quiere convencerse de que el culpable de todo es Dios. El hombre señaló a Dios por el pecado cometido en el huerto: «La mujer que tú…» (Gn. 3:12). En ese sentido, la Biblia dice «que nadie se diga a sí mismo que es tentado por Dios». Nadie puede excusarse de su pecado en medio de la prueba acusando al Creador.
Dios es santo (Is. 6:3) y no puede inducir a nadie a ir en contra de esa santidad. Es una contradicción enorme pensar que Dios nos exige santidad (1 P. 1:16) y luego nos está tentando a pecar. En medio de las pruebas, lo que sale a relucir son nuestras iniquidades, nuestra mala procedencia y el pecado que mora en nosotros. Santiago dice que la tentación tiene su origen en el hombre.
Hermanos, definitivamente luchar en la prueba es una cuestión que va a tocar muchos aspectos de nuestra vida; sacará a flote nuestras debilidades en la fe y de pronto también saldrá a relucir nuestra impiedad tratando de resolver los problemas con soluciones humanas y pecaminosas. Vencer esas tentaciones también es parte de la prueba, ya que deberemos doblegar la carne y esperar pacientemente en la providencia divina.
La tentación es una lucha interna, que hay que pelear y de la que no podemos culpar a Dios; lo que sí podemos hacer es orar para que nos libre de ella (Mt. 6:13). Y que nos ayude a conservar nuestro corazón puro para su gloria.