Jesús le dijo*: «Mujer, cree lo que te digo: la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adorarán ustedes al Padre». Ustedes adoran lo que no conocen; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos.» Pero la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque ciertamente a los tales el Padre busca que lo adoren.» Dios es espíritu, y los que lo adoran deben adorar en espíritu y en verdad». La mujer le dijo*: «Sé que el Mesías viene (el que es llamado Cristo); cuando Él venga, nos declarará todo». Juan 4:21–25.
En su encuentro con la samaritana, sale a relucir el nacionalismo de esta mujer y hace una pregunta en busca de afirmación positiva de su religión. El Señor ya le había declarado su adulterio y su falta de santidad y, en ese mismo instante, la samaritana pregunta por el lugar de adoración: ¿Dónde se debe adorar? Lo que está sucediendo es extraño porque Jesús le ha declarado su pecado y ella sigue aferrada a la religiosidad, a dar una buena imagen, como si su pecado no fuera importante; lo importante era que iba a adorar.
Jesús le cambia de adverbio, le dice en síntesis: «El lugar no importa, lo que importa es cómo se adora». En la historia, por ejemplo, Caín y Abel presentaron sacrificio juntos en el mismo lugar, pero el de Caín fue rechazado; su corazón era malo (Gn 4:4–5). Abraham construía altares en su peregrinación y Dios se agradaba de ello; al igual que Job, Israel como nación tenía el templo, pero Dios no se agradó de ellos ni de su adoración. Esto lo relatan los profetas como Malaquías: los judíos iban al templo a adorar y fueron echados de ahí porque era un mercado lo que tenían en tiempo de Jesús. En el libro de Hechos, los judíos seguían persiguiendo a la iglesia y a la vez subían al templo a adorar.
Las personas confunden la espiritualidad con congregarse, la santidad con las ofrendas; hay que tener un corazón sincero con nosotros mismos porque al final Dios no puede ser burlado. Hacer cualquier acto religioso sin tener una conciencia limpia y una conciencia adoradora no es agradable al Señor y estaríamos cometiendo el mismo error que la samaritana: ocultar nuestro pecado y nuestra maldad debajo del tapete de la religión.
La manera de combatir esto es confesando pecados cada día para que el Justo y Fiel perdone (1 Jn 1:9); en este sentido estricto, cada creyente debe comprometerse a vivir delante de Dios para que el juicio no venga sobre cada uno de nosotros (1 Cor 10:6–14). Los pecados que se cometen en silencio, los que nadie ve, son los que arruinan una verdadera adoración sin que el mundo lo sepa, pero ya Dios los juzgó porque Él ve el corazón. Cuidemos nuestro corazón a fin de presentar una ofrenda agradable a Dios.