Cristo y la Ley

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No piensen que he venido para poner fin a la ley o a los profetas; no he venido para poner fin, sino para cumplir – Mt 5:17

En una época donde todo parece relativo, Jesús habló con una claridad que no deja espacio a la confusión. Con estas palabras, el Señor afirmó que la Palabra de Dios no es provisional ni sujeta al juicio del hombre. Lo que Dios ha dicho permanece firme, y su autoridad no depende de modas, culturas o tradiciones humanas. Él mismo, el Hijo encarnado, se sometió a esa Palabra y la llevó a su cumplimiento total.

Muchos de los que lo oían pensaban que Jesús despreciaba la Ley, porque desafiaba las interpretaciones rígidas de los fariseos y se acercaba a los pecadores con gracia. Pero en realidad, fue el único que honró plenamente la Palabra de Dios. Mientras los hombres la torcían con añadidos y costumbres, Él la devolvió a su sentido verdadero. La obediencia que Dios buscaba no era una lista de rituales, sino un corazón entregado. Jesús no vino a rebajar el estándar, sino a mostrar que la verdadera justicia solo puede provenir de Él.

Cumplir la Ley significó mucho más que obedecerla externamente. Cristo la llevó a su meta: vivió sin pecado, satisfizo la justicia divina en la cruz y abrió el camino para que pecadores fueran declarados justos. Él cumplió la Ley moral en su vida perfecta, la judicial al fundar un nuevo pueblo redimido, y la ceremonial al ser el sacrificio definitivo. Lo que antes eran sombras y figuras en el Antiguo Testamento encuentra en Él su realidad. Desde Génesis hasta los Profetas, todo apuntaba al Salvador.

Esto nos recuerda que la Palabra de Dios es suficiente y perfecta. No necesita complementos humanos ni nuevas revelaciones; todo lo que el creyente necesita para conocer a Dios y vivir para Él se encuentra en la Escritura. Y toda esa Escritura nos conduce a Cristo, porque Él es su centro, su cumplimiento y su mensaje. Conocer la verdad no consiste en buscar ideas nuevas, sino en volver una y otra vez a la voz de Dios que nunca falla.

La obediencia del creyente, entonces, no nace del temor ni del esfuerzo por ganar aceptación, sino de la gratitud hacia Aquel que ya cumplió todo en su lugar. Quien ha sido unido a Cristo por la fe no obedece para alcanzar vida, sino porque ha recibido vida. El Espíritu de Dios nos capacita ahora para vivir conforme a esa Palabra eterna, no como esclavos de mandatos externos, sino como hijos que desean reflejar el carácter del Padre.

Meditar en estas verdades debe llevarnos a adoración. En Cristo vemos la fidelidad de Dios a su Palabra y su gracia hacia los pecadores. En Él, la santidad y la misericordia se unen sin conflicto. Por eso el corazón redimido puede descansar: la Ley que antes nos condenaba, ahora nos guía; la justicia que nos faltaba, ya nos fue dada.

Demos gracias al Señor porque su Palabra permanece para siempre y su Hijo la cumplió en perfección. Que vivamos aferrados a lo que Dios ha dicho y dependientes de lo que Cristo ha hecho. Que nuestras vidas reflejen esta verdad: la Escritura es nuestra autoridad, y Cristo, nuestro todo.