Cuando nada permanece, su Palabra no se mueve

Avatar de Daniel Noyola
macro shot of brown tree

Porque en verdad les digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, no se perderá ni la letra más pequeña ni una tilde de la ley hasta que toda se cumpla – Mt 5:18.

En un mundo donde todo cambia, donde incluso lo más estable parece desmoronarse sin previo aviso, el corazón humano anhela algo que no se mueva. Algo que no dependa de tendencias, culturas o épocas. Algo que permanezca cuando incluso el cielo y la tierra se desgasten como una prenda vieja. En esa necesidad profunda, Jesús dirige nuestra mirada hacia la certeza absoluta de la Palabra de Dios.

Con un énfasis solemne, declara que ninguna parte de la revelación divina es insignificante. Habla de los detalles más pequeños de la Escritura, el trazo más fino de una letra, para enseñarnos que no existe en ella ni un fragmento accidental o negociable. Todo procede del Dios que no puede errar. Todo expresa su voluntad, su carácter, su propósito. Y todo permanece con una firmeza que supera la de la creación misma.

No se trata solamente de que el texto bíblico sea estable; se trata de que en él se desarrolla un plan que avanza hacia su cumplimiento total. Dios no ha hablado para que sus palabras queden suspendidas en el aire, sino para llevarlas a su meta. Y esa meta es Cristo: su obediencia perfecta, su obra redentora, su resurrección que inaugura la nueva creación, y su regreso glorioso en el que toda promesa será plenamente realizada. El Antiguo Testamento apuntaba hacia Él; cada símbolo, cada mandato, cada anuncio encontraba en Él su sentido más profundo. La Escritura permanece porque su centro permanece.

Esta verdad sostiene al creyente y lo libra de dos peligros sutiles. Por un lado, del moralismo que intenta cumplir la voluntad de Dios apoyándose únicamente en la propia fuerza. La ley de Dios no puede ser vivida por un corazón no regenerado. Pero Aquel que cumplió todo lo que Dios exige imparte ahora su vida a los suyos. La obediencia cristiana no brota de un espíritu autosuficiente, sino de la unión con Cristo, sin quien nada puede hacerse, y del obrar del Espíritu que escribe la voluntad divina en lo profundo.

Por otro lado, esta declaración nos guarda de tratar la Biblia con liviandad. Si el Señor afirma que ni lo más pequeño de la Escritura será desechado, ¿cómo podríamos nosotros pasar por alto sus palabras, escoger solo lo que nos agrada o someterla a los criterios cambiantes del momento? La persona que ama al Rey honra la voz del Rey. Su Palabra se recibe con humildad, se atesora con gratitud, se estudia con reverencia y se obedece con seriedad. “La Escritura no puede ser quebrantada” (Jn 10:35), dijo Jesús, y esa convicción debe moldear nuestro pensamiento, nuestro caminar y nuestra esperanza.

Al contemplar esta firmeza divina, encontramos consuelo. No solo porque sabemos que la Palabra no se moverá, sino porque Aquel que la cumplió en cada detalle gobierna nuestras vidas con absoluta fidelidad. En medio de un mundo inestable, nosotros descansamos en el Dios cuyo consejo permanece para siempre. Por eso, al meditar en esta verdad, nos unimos y decimos: que el Señor nos conceda un corazón dócil, una confianza más firme y una obediencia más profunda, para que nuestra vida entera sea un testimonio viviente de que su Palabra no se quiebra y su gracia nunca falla.