Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, pues ellos serán saciados – Mt 5:6
Hay un hambre que no se sacia con pan y una sed que no se calma con agua. Es un anhelo profundo, un vacío que ninguna experiencia terrenal logra llenar. Jesús habló de esa hambre y sed que tienen como objeto la justicia: no una vaga idea moral, sino la vida conforme a la voluntad de Dios, que fluye de conocerle y amarle. Así como el cuerpo no puede vivir sin alimento ni agua, el alma no puede vivir sin la justicia de Dios (Sal. 42:2; Is. 55:1–2).
Esta justicia incluye tanto la posición que recibimos por gracia, ser declarados justos en Cristo, como el carácter que el Espíritu produce en nosotros, transformándonos a su imagen (Ro. 3:21–22; 1 P. 1:15–16). No se trata de un interés superficial, sino de un deseo ardiente y continuo. El verbo que Jesús usa indica hambre y sed persistentes, no un impulso pasajero. Es el clamor del ciervo que brama por las aguas (Sal. 63:1).
En contraste, el mundo busca saciarse con poder, placer o reconocimiento, como Lucifer que anheló el trono de Dios, Nabucodonosor que se glorió en sus logros, o el rico necio que se deleitó en sus bienes (Is. 14:13–15; Dn. 4:29–32; Lc. 12:16–21). Pero esas hambres terminan vacías, porque no fueron hechas para llenar el corazón humano. Solo Dios puede colmar el hambre espiritual, y lo hace con algo infinitamente mejor: su propia justicia.
El orden de las Bienaventuranzas muestra que esta hambre es fruto de la obra previa de Dios. Quien es pobre en espíritu reconoce su bancarrota moral; quien llora por el pecado lamenta su maldad; quien es manso ha rendido su fuerza a Dios. Y entonces, liberado del orgullo y la autosuficiencia, el corazón empieza a anhelar lo que antes despreciaba: vivir en conformidad con el carácter de Dios.
Este anhelo es señal de vida espiritual. Quien no lo tiene, necesita clamar por un nuevo corazón. Pero quien lo experimenta, aunque su lucha contra el pecado sea dura, sabe que Dios ha encendido en él un fuego que no se apagará. Y la promesa es segura: serán saciados. Aquí, Dios sacia por medio de Cristo, dándonos su justicia imputada y su Espíritu para obrar en nosotros el querer y el hacer. Y en la eternidad, esa sed quedará plenamente colmada cuando estemos sin mancha delante de Él, vestidos de la justicia perfecta del Cordero (Ap. 19:7–8).
Mientras tanto, esta hambre nos lleva a buscar a Dios en su Palabra como nuestro alimento diario (Jer. 15:16), a preferir su aprobación sobre cualquier éxito terrenal, y a obedecer sin condiciones, confiando en que su voluntad es buena. Nos libra de vivir centrados en nosotros mismos y nos enseña a desear, por encima de todo, parecernos a Cristo. Que podamos decir, como Pablo, que aún no hemos llegado, pero seguimos adelante, olvidando lo que queda atrás y extendiéndonos a lo que está delante, “a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Fil. 3:14). Y así, saciados y todavía hambrientos, avancemos juntos hasta que nuestra hambre de justicia se transforme en gozo eterno ante su presencia.
