Dichosos los humildes

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man standing near altar praying

Bienaventurados los humildes, pues ellos heredarán la tierra

En un mundo que premia la autoafirmación, la autopromoción y la búsqueda de poder, las palabras de Jesús suenan desconcertantes. Para sus oyentes judíos, acostumbrados a soñar con un Mesías conquistador que liberara a Israel del dominio romano, la idea de que el reino vendría por medio de la mansedumbre y no de la fuerza militar era casi inaceptable. Sin embargo, Jesús no solo enseñó este principio: lo encarnó en su propia vida.

La palabra que Mateo usa para decir manso o humilde describe una fuerza controlada, como la de un caballo domado. No se trata de debilidad, sino de poder bajo la autoridad de Dios. Moisés, llamado “muy manso, más que todos los hombres” (Nm. 12:3), no era un hombre débil, sino un líder valiente que eligió someter su voluntad a la de Dios. La mansedumbre nace de reconocer nuestra absoluta dependencia del Señor, de saber que todo lo que somos y tenemos le pertenece a Él, y de confiar en que su justicia y su tiempo son perfectos (Sal. 37:11).

Jesús mismo, “manso y humilde de corazón” (Mt. 11:29), vivió esta verdad de manera perfecta. Denunció el pecado con firmeza y defendió la gloria de su Padre con celo, pero cuando fue insultado, golpeado y finalmente crucificado, no respondió con venganza. Pedro lo describe así: “quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente” (1 P. 2:23). En Él vemos que la verdadera humildad no consiste en pensar menos de uno mismo, sino en dejar de pensar en uno mismo para descansar en la voluntad de Dios.

La promesa que acompaña esta bienaventuranza, “heredarán la tierra”, apunta tanto a una realidad presente como futura. En el presente, el humilde disfruta de una libertad que el orgulloso desconoce: no vive esclavo de la opinión ajena ni de la necesidad de defender sus derechos a toda costa, porque sabe que su herencia está segura en Cristo (1 Co. 3:21–23). Y en el futuro, cuando el reino de Dios se manifieste plenamente, participará de la restauración de todas las cosas, reinando con el Señor en la tierra renovada (Ap. 21:1–7).

Esta mansedumbre no es fruto de esfuerzo humano, sino del Espíritu Santo, que forma en nosotros el carácter de Cristo (Gá. 5:23). Por eso, el llamado de esta bienaventuranza NO es a “ser más suaves” en nuestras fuerzas, sino a rendir nuestra vida por completo al gobierno de Dios.

Que nosotros, al mirar al Rey manso que entró en Jerusalén sobre un asno y que conquistó no por la espada, sino por la cruz, aprendamos a vivir confiados en su justicia, a responder con gracia incluso ante la injusticia, y a descansar en la certeza de que nuestra herencia está guardada en Él. Así podremos decir, no con resignación, sino con gozo: “Señor, tuya es mi vida, tuya mi causa, y tuyo será el reino que heredaré contigo”.