Dichosos los misericordiosos

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Bienaventurados los misericordiosos, pues ellos recibirán misericordia – Mt 5:7

El Señor nos sorprende al declarar que los verdaderamente dichosos son los misericordiosos. No se trata de una bondad superficial ni de un sentimentalismo vacío. El mundo llama misericordia a cerrar los ojos ante el pecado o a dar esperando recibir algo a cambio. Pero esa no es la misericordia que Jesús bendice. La del Reino nace únicamente de haber sido alcanzados primero por la compasión de Dios. Quien ha visto su propia miseria delante del Padre y ha sido perdonado en Cristo, no puede mirar al prójimo con indiferencia. El corazón tocado por la cruz aprende a doblarse con ternura hacia el dolor ajeno.

La palabra que usa Mateo describe más que un sentimiento: es compasión en acción. Está relacionada con el hesed del Antiguo Testamento, el amor fiel e inmutable de Dios (Sal 103:11). No es debilidad, sino reflejo del carácter del Padre. Por eso Jesús nos llama: “Sed misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6:36). Y en Él encontramos el modelo perfecto: Cristo no ignoró nuestro pecado, lo cargó en la cruz. Allí, la justicia fue satisfecha y la misericordia se hizo eterna (Ro 3:25–26).

Esto significa que la misericordia nunca relativiza la verdad. No es suavizar el pecado en nombre del amor, ni dejar de corregir lo que daña. Implica perdonar, pero llamando al arrepentimiento; ayudar, pero no por prestigio ni interés, sino porque entendemos que todo lo que tenemos es gracia. La misericordia verdadera abraza al pecador sin abrazar su pecado.

Y esa misericordia se vive en lo cotidiano: al perdonar al cónyuge cuando todo dentro clama por resentimiento; al responder con paciencia al hermano difícil; al abrir la mano para suplir al necesitado que no puede devolver nada; al visitar al enfermo que todos olvidan; al orar por quienes nos hieren, recordando a Jesús en la cruz: “Padre, perdónalos” (Lc 23:34). También se refleja en nuestras palabras: no exponiendo la falta del hermano para humillarlo, sino buscándolo con mansedumbre para restaurarlo (Gá 6:1).

La promesa de Cristo es clara: “ellos recibirán misericordia”. No significa que Dios espera nuestras obras para darnos su favor, porque la salvación es por gracia y no por méritos (Ef 2:8–9). Más bien, esta bienaventuranza asegura que quienes muestran misericordia han sido transformados por la de Dios, y por eso reciben más. Es una certeza presente: el Señor renueva su compasión cada día sobre los suyos. Y es también una garantía futura: en el día del juicio, los misericordiosos hallarán la misericordia que triunfa sobre el juicio (Stg 2:13). Así, el círculo de la gracia no se rompe: Dios nos muestra misericordia, nosotros la compartimos, y Él vuelve a cubrirnos con abundante compasión.

Al mirarnos a nosotros mismos, descubrimos lo fácil que es ser duros, orgullosos o vengativos. Pero el Espíritu nos recuerda que hemos sido tratados con ternura infinita. Eso nos libra de un humanismo vacío y nos invita a reflejar la misericordia del Padre.

Que podamos vivir confiados en esta promesa y descansar en ella: dichosos los misericordiosos, porque nosotros recibiremos misericordia.