Dichosos los pacificadores

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Bienaventurados los que procuran la paz, pues ellos serán llamados hijos de Dios – Mt 5:9

El mundo habla de paz, pero casi siempre lo hace en términos superficiales: cesar hostilidades, silenciar las armas, evitar conflictos. Esa paz es pasajera, como una tregua frágil. Jesús, en cambio, nos promete una paz diferente: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da” (Jn 14:27). Por eso los pacificadores no son simplemente personas tranquilas o tolerantes, sino aquellos que han recibido la paz de Cristo y la esparcen, sin sacrificar nunca la verdad.

La Biblia llama a esta paz shalom, un término que va más allá de la ausencia de guerra: habla de plenitud, de bienestar integral, de reconciliación con Dios y con los demás. Pero no olvidemos que, por naturaleza, nacemos en guerra en tres direcciones: con Dios, con nuestro prójimo y con nosotros mismos. El pecado nos enemista en cada nivel de la vida. Por eso la verdadera paz no comienza con un esfuerzo humano, sino en la cruz, donde Cristo reconcilió consigo todas las cosas (Col 1:19–20). Allí recibimos el regalo de la paz con Dios: “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Ro 5:1).

Ahora bien, ser pacificadores nunca significa buscar una falsa paz, esa que Jeremías denunció cuando los falsos profetas clamaban “paz, paz” sin que hubiera paz (Jer 6:14). El verdadero pacificador no tapa el pecado ni transige con la mentira, porque la paz de Dios siempre es fruto de la verdad y la justicia (Stg 3:17; Sal 85:10). Y esta es la paradoja del evangelio: el mismo Cristo, llamado Príncipe de Paz, también dijo que no vino a traer paz sino espada (Mt 10:34). El mensaje del Reino confronta al mundo, y por eso, mientras sembramos paz, debemos estar listos para enfrentar división y rechazo. El evangelio reconcilia, pero también divide; restaura, pero hiere al orgullo.

Ser pacificador es fruto del Espíritu Santo. Significa abandonar el espíritu pendenciero y vivir con una disposición de reconciliación. En lo práctico, se ve en gestos sencillos: escuchar antes de responder, pedir perdón primero, hablar con mansedumbre sin ocultar la verdad, acercarnos al prójimo con compasión. Pero también tiene un rostro evangelístico: anunciar a Cristo es el acto más profundo de pacificación, porque no hay paz más real que llevar a alguien a reconciliarse con Dios. Predicar el evangelio es tender el puente que derriba la enemistad más grande.

La promesa de Jesús es gloriosa: “ellos serán llamados hijos de Dios”. El mundo quizá nos acuse de perturbadores, pero el cielo nos reconoce como parte de la familia del Dios de paz. Y aunque el costo incluya lágrimas, malentendidos o persecución, podemos caminar confiados, porque su paz sobrepasa todo entendimiento (Fil 4:7) y guarda nuestros corazones aun en medio de la tormenta.

Señor, haznos portadores de tu paz verdadera, no de una paz barata. Líbranos de callar la verdad por miedo y enséñanos a hablarla con amor. Danos la valentía de predicar tu evangelio, aunque cause división, porque sabemos que solo allí nace la reconciliación eterna. Que tu Espíritu haga morir en nosotros la contienda y nos haga artesanos de tu paz, hasta el día en que la justicia y la paz se besen para siempre en tu Reino. Amén.