Bienaventurados aquellos que han sido perseguidos por causa de la justicia, pues de ellos es el reino de los cielos – Mt 5:10
Hay días en que el alma anhela reposo y, sin embargo, el camino se vuelve áspero por causa de Cristo. No sorprende: la luz, al brillar, expone lo que las tinieblas prefieren ocultar. Y cuando la luz del Reino se enciende en una vida, inevitablemente despierta resistencia. Lo extraño para el mundo es que en ese valle el Señor pronuncia una bienaventuranza: dichosos los perseguidos.
El pasaje no habla de una persecución ocasional o pasajera, sino de algo que acompaña al creyente a lo largo de la vida. El original da a entender que no se trata solo de “haber sido” perseguidos en algún momento, sino de quienes han pasado por ello y pueden volver a experimentarlo. Y lo importante es la causa: “por causa de la justicia”. Es decir, no cualquier sufrimiento entra aquí, sino aquel que llega por vivir conforme a la voluntad de Dios. No es persecución por imprudencia, fanatismo o razones políticas, sino porque el creyente refleja, aunque imperfectamente, el carácter de Cristo. Jesús mismo lo advirtió: “Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán” (Jn 15:20). Y Pablo lo confirma con claridad: “Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución” (2 Ti 3:12).
Esta bienaventuranza desmonta el espejismo de una fe que promete comodidad como norma. La Escritura mantiene el equilibrio: Dios bendice y sostiene, sí, pero en un mundo caído la fidelidad genera conflicto. “Es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios” (Hch 14:22). No porque el sufrimiento sea virtuoso en sí, sino porque Dios lo emplea como cincel para hacernos semejantes a su Hijo (Heb 5:8). Por eso la promesa no es pequeña: “pues de ellos es el reino de los cielos.”. La pertenencia al Reino es la dicha presente y la garantía futura.
Cristo es el centro de esta palabra. Él es la justicia encarnada, y el discipulado no es otro camino que su camino. Unidos a Él, por la savia de su vida (Jn 15:5), damos el fruto que provoca el rechazo del mundo y a la vez el gozo del Padre. No es moralismo, sino nueva creación que obra “las buenas obras que Dios preparó de antemano” (Ef 2:10). Por eso el creyente no busca la persecución ni la provoca; camina en mansedumbre y verdad, y cuando llega el agravio, lo recibe como ocasión para testificar de la belleza del Evangelio. Pedro llama a no extrañarse del “fuego de prueba”, sino a “regocijarse por cuanto somos participantes de los padecimientos de Cristo” (1 P 4:12–14).
¿Cómo se aplica esto al corazón cansado? Recordando que el Reino ya nos pertenece; que la oposición no es señal de abandono, sino de filiación; que el rostro del Maestro, despreciado y resucitado, va delante de nosotros. La respuesta práctica no es endurecerse, sino permanecer: permanecer en su palabra, en la comunión de la iglesia, en la oración por los que nos ofenden, en la integridad cuando nadie mira. El Espíritu no apaga la lámpara; la alimenta para que arda con una paz que el mundo no puede dar ni quitar. Señor Jesús, cuando la fidelidad traiga incomprensión, danos mansedumbre para sufrir, valentía para confesar tu nombre y gozo para recordar que tu Reino es nuestra herencia. Que, sostenidos por tu gracia, perseveremos hasta el fin y aprendamos a decir, aun en el agravio: somos bienaventurados, porque tuyo es el Reino y en ti tenemos todo. Amén.
