Dichosos los que lloran

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Bienaventurados los que lloran, pues ellos serán consolados

En un mundo que asocia la felicidad con la ausencia de dolor, las palabras de Jesús parecen un contrasentido: “Bienaventurados los que lloran”. Sin embargo, en el Reino de Dios, el verdadero gozo no nace de escapar de la tristeza, sino de atravesarla con la mirada fija en Cristo. El llanto que Él bendice no surge de la desesperanza, sino de la luz divina que revela la gravedad del pecado y, al mismo tiempo, la profundidad de su gracia. Es el llanto de David cuando, confrontado por su culpa, clama: “Contra ti, contra ti solo he pecado” (Sal. 51:4); o el de Pedro, que, tras negar a su Señor, “lloró amargamente” (Lc. 22:62). No son lágrimas vacías, sino el desahogo del corazón que ha sido quebrantado para ser sanado por Dios.

El verbo que Mateo usa describe un duelo intenso, imposible de ocultar o minimizar. Es el lenguaje del alma que se sabe pobre y necesitada, pero que ha hallado en Dios la única fuente de consuelo verdadero. Este llanto santo no se limita al dolor por el pecado personal, sino que se extiende al de los demás y al estado caído del mundo. El creyente, movido por el Espíritu, no se endurece ante la maldad, la injusticia o el sufrimiento; como su Señor, llora sobre Jerusalén (Lc. 19:41) y gime por la corrupción que ve en la creación (Ro. 8:22-23). No es sentimentalismo vacío, sino la reacción natural de un corazón renovado que no puede acostumbrarse al pecado, ni propio ni ajeno.

Este duelo espiritual es incompatible con el orgullo o la indiferencia. Nace de un corazón sensible, trabajado por la gracia, que valora más la gloria de Dios que su propia imagen o comodidad. No es dolor estéril ni tristeza sin rumbo; es el fruto de la obra del Espíritu que enseña a aborrecer el pecado y a lamentar su presencia en la vida. Paradójicamente, quienes más lloran por su pecado son quienes más conocen el gozo del perdón, pues han sido quebrantados para ser levantados por Cristo.

Aquí la promesa de Jesús se vuelve gloriosa: “ellos serán consolados” (Mt. 5:4). Este consuelo no es sentimental ni pasajero, sino personal, real y eterno. Es el abrazo restaurador del Padre que acoge al hijo arrepentido, la paz con Dios de Romanos 5:1, la limpieza de 1 Juan 1:9 y la esperanza segura de Apocalipsis 21:4: “enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos”. Es un consuelo que comienza ahora, cuando la gracia nos recuerda que Cristo llevó nuestras culpas en la cruz, y que alcanzará su plenitud en la eternidad, cuando el pecado y la muerte sean erradicados para siempre, transformando el duelo en gozo inquebrantable.

Que no nos conformemos con una alegría superficial que ignora el pecado, sino que cultivemos un corazón sensible, dispuesto a llorar donde debemos llorar y a recibir el consuelo que brota de la cruz. Allí, en las llagas del Cordero, nuestras lágrimas no son en vano, porque Él ya ha asegurado el día en que no habrá más llanto ni dolor. Hasta entonces, sigamos llorando con esperanza y gozando del consuelo de su gracia.