Dichosos los santos

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Bienaventurados los de limpio corazón, pues ellos verán a Dios – Mt 5:8

Hay anhelos que atraviesan la historia: ver lo invisible, reposar en lo eterno, vivir sin doblez delante de Dios. Jesús promete esa dicha a quienes poseen un corazón limpio. “Limpio” se refiere a lo depurado de mezcla, como el metal refinado; y “corazón” no es solo emoción, sino el centro de motivos, pensamientos y voluntad. La pureza que el Rey demanda no es maquillaje religioso ni perfeccionismo humano, sino la obra interior que Dios realiza en quienes ha hecho suyos. Por eso David clamó: “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, Y renueva un espíritu recto dentro de mí” (Sal. 51:10). El que Dios limpia, ve: comienza a discernir su mano en la creación y, finalmente, le verá cara a cara en la gloria (cf. Ap. 22:4).

Esta santidad no brota del moralismo, sino de la unión con Cristo: separados de Él nada pueden hacer, pero en Él llevan fruto (Jn. 15:5). Declarados justos por gracia, son recreados para buenas obras (Ef. 2:10). Así, la pureza posicional desemboca en una pureza práctica: un camino real, a veces áspero, de obediencia amorosa. La Escritura lo expresa con firmeza: “Busquen la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (Heb. 12:14). Quien ha sido alcanzado por la gracia, anhela ser como su Señor y emprende, por el Espíritu, la guerra santa contra el pecado.

Ese combate es concreto: se llama mortificación. No se negocia con los ídolos del corazón; se les da muerte (cf. Col. 3:5). No se alimentan los deseos de la carne; se hace morir por el Espíritu las obras del cuerpo (cf. Ro. 8:13). Habrá caídas y lágrimas, pero no rendición: la mirada vuelve a Cristo, cuya sangre limpia la conciencia, y la Palabra lava y renueva. La santidad no es escalera al cielo, sino huella de quienes ya fueron levantados por la mano del Salvador. La meta no es una autoimagen impecable, sino el rostro de Dios.

En el fondo de esa lucha late un deseo incontenible: estar con el Señor. La esperanza no es solo un lugar sin dolor, sino una Persona gloriosa. “Pero sabemos que cuando Cristo se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos como Él es. Y todo el que tiene esta esperanza puesta en Él, se purifica, así como Él es puro” (1 Jn. 3:2–3). Allí cesará la guerra interior; no habrá pulsos contra la carne, ni sombras de culpa. El descanso será perfecto, la satisfacción plena, porque la gloria del Señor llenará completamente al santo. Ningún consuelo terrenal puede igualar esa visión.

Hasta entonces, la bienaventuranza llama a caminar con corazón indiviso, a confesar sin máscaras y a depender del Espíritu. No se trata de “lograr” a Dios, sino de ser guardados por su gracia mientras responde al clamor de los limpios: “Muestra tu rostro”. Y en cada paso, la promesa sostiene: el que comenzó la buena obra la perfeccionará hasta el día de Cristo.

Señor, purifica nuestro corazón, hazlo uno para Ti. Danos celo para matar el pecado y hambre de tu santidad. Aumenta en nosotros el deseo de verte. Y que nuestra esperanza se vuelva oración:

Ven, Señor, ven pronto. Amén.