Dios nos ama tanto que nos llama hijos. Prt. 1

a black and white photo of a cross on a hill

Miren cuán gran amor nos ha otorgado el Padre: que seamos llamados hijos de Dios. Y eso somos. Por esto el mundo no nos conoce, porque no lo conoció a Él. 1 Jn 3:1.

Dicen que para disfrutar de las cosas hay que verlas con ojos de turistas, esto es con asombro, los países son visitados para observar aves, peces, montañas y ríos, monumentos, entre otras maravillas. Es curioso que los que viven en esas naciones ya no le prestan atención, han vivido ahí, lo observan todos los días y hasta puede que hayan perdido el deleite de vivir rodeado de tantas maravillas que no está al alcance de todos. Juan llama la atención de sus lectores para que se asombren de algo que para ellos es una realidad constante, el amor de Dios.

Juan llama a sus lectores a ver con asombro lo que también para él es asombroso, el mandamiento con el que inicia esta cláusula refleja la necesidad de detenerse y observar detalladamente. Observen la manifestación del amor de Dios, véanlo, no es algo sencillo ni común para ser menospreciado, es algo glorioso, maravilloso, extraño y hasta sublime. La cláusula «cuan gran» solo aparece 7 veces en el Nuevo Testamento, es solo usada cuando algo realmente es asombroso (ver Mr 13:1), cuando alguien está impresionado o sobrepasado por alguna circunstancia muy particular.

Lo asombroso es que Dios nos ha otorgado amor, eso es digno de contemplación. Los creyentes podemos ser muy mezquinos a veces y pensar que el amor de Dios es sencillo y ya, que lo tenemos como bien adquirido, pero Juan nos invita a contemplar de cerca esa verdad tan maravillosa. Dios nos ha dado amor por el puro afecto de su voluntad, esto quiere decir en primera instancia que el Santo y perfecto Señor decidió en su ser amar a seres pecaminoso, sin influencia, sin presiones, por su soberana voluntad.

Si la verdad absoluta del amor de un Dios soberano hacia seres pecaminosos no es suficiente, el modo en que mostró ese amor debe asombrarnos aún más. Dios sacrificó a su propio Hijo, su Unigénito, al Santo, lo entregó en manos impías para ser entregado a la muerte (Jn 3:16) y ahora el creyente puede vivir a causa de ese sacrificio (1 Jn 4:9–10). La humanidad, estando llena de pecado, atentando contra la voluntad de Dios mismo y contra Sus decretos (Ro 1:24–32) pudo conocer el verdadero amor que se manifestó en Cristo Jesús (Ro. 5:8). Cristo murió por nosotros sabiendo que somos pecadores y que no podemos ofrecer nada a cambio por su sacrificio.

El amor de Dios es incalculable e inigualable, «Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos» (Jn 15:13). Ahora, poner la vida por los amigos es una cosa, pero ponerla por los enemigos es otra, Cristo murió para reconciliar a los que por naturaleza éramos hijos de ira «Pero Dios, que es rico en misericordia, por causa del gran amor con que nos amó» nos dio vida juntamente con Cristo y nos ha sentado en lugares celestiales (Ef 2:4-5)

Observemos con asombro el gran amor de Dios, no pensemos que es algo insignificante o suficientemente común como para ser olvidado. Solo quien es realmente consciente de su pecado puede vivir en el asombro absoluto que irradia el amor que Dios nos ha dado en Cristo. Hermanos, no olvidemos nuestra naturaleza de la cual fuimos rescatados y el precio que fue pagado para que podamos seguir siendo asombrado por la radiante luz de la Cruz.