¡Oh almas adúlteras! ¿No saben ustedes que la amistad del mundo es enemistad hacia Dios? Por tanto, el que quiere ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios. ¿O piensan que la Escritura dice en vano: «Dios celosamente anhela el Espíritu que ha hecho morar en nosotros?» Pero Él da mayor gracia. Por eso dice: «Dios resiste a los soberbios pero da gracia a los humildes». Stg 4:4-6
Al ser humano, sus deseos lo alejan de Dios; está siempre anhelando la carne, la mundanalidad. Lo que Santiago señala es que los que decían ser creyentes estaban muy llenos del mundo y poco del Espíritu y esto constituye un conflicto de intereses. El ser humano no puede amar al mundo y a Dios; o ama a Dios, o está en contra de Él, porque exige de los creyentes santidad (1 Pe 1:15-16).
En este punto es importante reconocer que, si el Espíritu de Dios no gobierna nuestras vidas, entonces las pasiones, los deseos de la carne surgirán y se harán manifiestos (Ga 5:19–21). Las obras de la carne son manifiestas, son automáticas, no se pueden ocultar. Los soberbios piensan que pueden engañar a Dios y a los hombres, que pueden pasar desapercibidos sus pecados y que nadie lo sabrá, o, peor aún, que no deben reverenciar al Señor y que su pecado no necesita ser confesado.
Los que se alinean con el mundo y no se arrepienten de sus pecados, piensan que burlan a Dios, pero nada más lejos de la realidad; el Señor se burla de ellos (Pr 3:34). Antes de la destrucción viene el orgullo (Pr. 16:5,18). Ya que Dios está comprometido en aborrecer al soberbio, cada cristiano también debe odiar el orgullo y ser revestido de la humildad de Cristo (Mt 11:29). Sin lugar a duda, una persona que está jugando a ser santo en medio de la Iglesia y que vive fuera de ella como si la presencia de Dios no existiera, es un soberbio, porque ignora la grandeza de la santidad del Señor y piensa que no lo juzga.
Pero Dios da gracia a los humildes, los que se humillan y tiemblan ante su Palabra (Is. 66:2), los que lo reverencian y lo buscan con deseo y necesidad (Mt. 5:3). Los verdaderos creyentes le huyen al sistema de este mundo, se apartan de Él porque le temen al Señor, se humillan ante su presencia y ante su Palabra, porque son odiados por el mundo (Jn. 17:14, 16). Los creyentes son la luz en medio de las tinieblas de este mundo (Mt. 5:14).
¿Cuál es nuestra realidad con relación al mundo? ¿Somos la luz en medio de las tinieblas o nos solapamos para ser amados de los enemigos de la Cruz? Amados, no nos engañemos: la amistad del mundo es enemistad hacia Dios. Podremos engañar a los que nos rodean, a la iglesia, a nosotros mismos, pero Dios traerá a juicio todas las cosas, ya sean buenas o malas (Ecl 12:14) y pagará a cada uno conforme a sus obras (Rom 2:6-11). No nos dejemos engañar por nosotros mismos, no amemos al mundo (1Jn 2:15-16); antes anhelemos el amor del Padre, amémonos los unos a los otros en el amor de Cristo y no quedará lugar para amar a este mundo.