En esto se perfecciona el amor en nosotros, para que tengamos confianza en el día del juicio, pues como Él es, así somos también nosotros en este mundo. En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor, porque el temor involucra castigo, y el que teme no es hecho perfecto en el amor. (1 Jn 4:17–18)
El amor que vine de Dios se perfecciona, es decir, madura, se completa, a este amor que no le falta nada porque proviene de Él. El discurso de Juan es sencillo, el amor separa a los creyentes de los incrédulos, los falsos maestros de los verdaderos, también el amor nos hace vivir tranquila y reposadamente ante la pronta venida de Jesucristo.
El impío teme ese día, tiembla, se asusta, por eso han querido negar la existencia de Dios de sus cabezas, aunque siempre están hablando de Él. El día del juicio para el creyente no es nada más que de gozo, porque ya estará en la presencia de su Salvador, ya nada lo sacará de esa eterna paz. El amor de Dios significa que como Cristo es, así somos considerados nosotros delante del Padre, revestidos de su justicia (Ro. 3:21–22; 2 Co. 5:21; Fil. 3:9).
Lo que la Palabra dice es que el que es amado por Dios y tiene su amor, no le teme en el sentido de tener pavor del futuro, esta palabra es muy significativa porque en este caso la palabra griega para temor se podría traducir como fobia, o se aplica a algo que provoca huir. Pero el amor de Dios nos ha perfeccionado para que ya no queramos huir de su presencia. Todo lo contrario anhelemos el día de su venida. A tal punto que la iglesia clama por la venida de su Señor (Ap 22:20)
Esta es una buena medida de la fe, como percibe cada creyente la vendida de Jesucristo, con gozo, con alegría, o con miedo. Los que tienen miedo es porque no han sido convencidos por el Espíritu y el amor de Dios no está en sus vidas. Pablo dice algo similar para alentar a los creyentes a no temer el día del juicio «Entonces mucho más, habiendo sido ahora justificados por Su sangre, seremos salvos de la ira de Dios por medio de Él». (Ro 5:9).
Dios nos ha destinado para salvación (1 Ts. 1:10; 5:9), debemos gozarnos y esperarlo con anhelo, con deseo de su presencia, sin temor alguno. El amor que Dios nos ha dado da testimonio de nuestra salvación y trae paz a los corazones de quienes lo esperan, es decir, de sus hijos. Si alguno todavía siente este temor, debe arrepentirse y venir a Cristo para que esa paz sea derramada sobre sí por medio del perdón y la vida eterna que solo su sacrificio en la cruz puede dar.