Ustedes han oído que se dijo a los antepasados: “NO MATARÁS” y: “Cualquiera que cometa homicidio será culpable ante la corte”. »Pero Yo les digo que todo aquel que esté enojado con su hermano será culpable ante la corte; y cualquiera que diga: “Insensato” a su hermano, será culpable ante la corte suprema; y cualquiera que diga: “Idiota”, será merecedor del infierno de fuego – Mt 5:21–22.
Hay pecados que tranquilizan la conciencia porque parecen lejanos y visibles, pero el Señor no permite que el alma descanse en comparaciones externas. Cuando Cristo habla, conduce al oyente al lugar donde nacen los pensamientos, los deseos y las palabras. Allí expone la verdad del corazón y llama a una santidad real, no fingida.
En estos versículos Jesús toma el mandamiento contra el asesinato y lo devuelve a su intención original. No lo corrige ni lo suaviza; lo revela en toda su profundidad. La tradición había reducido la justicia a lo civil y externo: mientras no hubiera sangre, se asumía inocencia. Pero el Rey declara que el homicidio comienza antes del acto, en una ira sostenida, cultivada y no perdonadora. No se trata de indignación justa por la gloria de Dios, sino de un enojo que se vuelve disposición del alma: rencor, resentimiento, amargura. Ese enojo, aunque nunca llegue a la violencia física, ya desea el mal del otro. Así, Cristo destruye la ilusión de justicia propia.
Esta realidad se ve hoy con claridad. Se ve cuando alguien “no grita”, pero castiga con silencio. Se ve cuando se guardan ofensas para justificar frialdad o desprecio. Se ve cuando el corazón disfruta la caída ajena o cuando el lenguaje se vuelve sarcástico y humillante. Se ve cuando las discusiones buscan vencer y no edificar. Se ve incluso en contextos religiosos: doctrina correcta y servicio constante, pero poca misericordia; celo aparente y espíritu áspero. El Señor desenmascara todo esto: el desprecio verbal y la condenación del carácter no son excesos menores, sino frutos de un corazón que ya ha fallado en amar.
¿Cómo se combate este pecado sin caer en moralismo?
Primero, con temor reverente y autoexamen. Dios no evalúa solo actos, sino intenciones. Conviene preguntar con honestidad: ¿qué me enoja realmente?, ¿qué “derecho” siento que me han quitado?, ¿qué deseo estoy protegiendo cuando mi paz depende de que otros no me contradigan? Muchas iras persistentes nacen de idolatrías del yo: control, reputación, comodidad. Nombrar esa raíz delante de Dios es parte de la luz que santifica.
Segundo, mirando a Cristo como cumplimiento y medicina. Él es el único que nunca pecó con su ira. Cuando fue injuriado, no respondió con pecado, sino que se encomendó al que juzga justamente. En la cruz cargó con el homicidio del corazón de su pueblo y quebró la vieja naturaleza que exige venganza. Aquí la santidad no es fingir calma, sino vivir desde la unión con Cristo. “Separados de mí nada pueden hacer” (Jn. 15:5). La victoria comienza reconociendo que el enojo pecaminoso no se doma con voluntad, sino con gracia.
Tercero, con pasos concretos que brotan de esa gracia. Confesar pronto y sin excusas. Buscar la reconciliación con humildad. Vigilar la boca para no usar palabras como armas. Interpretar al prójimo con caridad, distinguiendo entre pecado real e irritación personal. Orar por el ofensor como acto de rendición, pidiendo el bien de quien el corazón natural quisiera ver caer. Y caminar en comunidad, porque la santificación no es solitaria.
Esta palabra del Rey no deja lugar a la indiferencia. Si el enojo se tolera, endurece; si se confiesa, Dios lo usa para purificar. La meta no es solo evitar “matar”, sino amar: amar la justicia y amar al hermano. Al final, nosotros venimos a Cristo con el corazón descubierto, confiando en que el Demandador de justicia es también el Dador de justicia. Y sostenidos por su gracia, nosotros examinamos el corazón y caminamos en una santidad que honra al Rey.
