El pecado del favoritismo. Prt 2

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Porque si en su congregación entra un hombre con anillo de oro y vestido de ropa lujosa, y también entra un pobre con ropa sucia, y dan atención especial al que lleva la ropa lujosa, y dicen: «Siéntese aquí, en un buen lugar»; y al pobre dicen: «Tú estate allí de pie, o siéntate junto a mi estrado»; ¿acaso no han hecho distinciones entre ustedes mismos, y han venido a ser jueces con malos pensamientos? Stg 2:2–4.

Un ejemplo muy común en todas las épocas del favoritismo es por la posición social; los fariseos en los tiempos de Jesús amaban los primeros lugares, ser vistos y aplaudidos por las personas, vestían muy elegantes. Esto les funcionaba en la sociedad (Mt. 23:6). La práctica de quienes tenían dinero era adornar sus dedos con anillos de oro; de esa manera era muy fácil identificar a los que tenían riquezas.

 Cuando estos ricos llegan a la iglesia con sus ropas elegantes, sus joyas y a la vez entra un pobre, el pecado está en atender al rico y olvidarse del pobre. La ambición y el pecado pueden ser una motivación para dejar de lado a los pobres y acercarse a los ricos. En la actualidad, este pecado tiende a ser más usual de lo que parece: iglesias de ricos, donde se separa a las personas por sus ofrendas. Hasta dejan que los pobres den primero, haciendo una suerte de subasta de ofrendas para mostrar a los que más dan.

Ser rico no es pecado; el pecado está en favorecer a los que más tienen y menospreciar a los pobres. En la historia de la iglesia, en sus inicios, había gente con mucho dinero, Nicodemo y José de Arimatea (Jn. 19:38–40), probablemente Cornelio (Hch. 10), entre otros, que poseían riquezas. Quizá el más conocido sea Filemón, que reunía a la iglesia en su casa y poseía esclavos. Pero la mayoría de la iglesia era pobre, especialmente en Judea, que pasó por una terrible hambruna, y los discípulos les ayudaron con ofrendas (Hch. 11:29–30); los pobres eran generosos para dar a personas más pobres aún (2 Co. 8:1–2).

En la Iglesia del Señor las barreras sociales fueron derribadas (Gálatas 3:28); la Iglesia no debe volverlas a levantar. Debemos aceptar a los creyentes, a todos por igual, de la misma manera que Cristo nos ha aceptado (Ro. 15:5–7). Si para Cristo salvarnos de nuestros pecados costó lo mismo, llámese rico o pobre, de la nacionalidad que sea, en el estado en que esté, nuestro deber es aceptar y gozarnos con todos sin hacerlo con preferencias. Todos son nuestros hermanos en Cristo, tengan o no riquezas; ya están sentados en los lugares celestiales con Él (Ef 2:8).

El atractivo de las personas no deben ser sus posesiones terrenales, el atractivo de este debe es su posición celestial en Cristo y eso es suficiente para tener un trato especial, más allá de cómo se vea aquí en la tierra.