Por María José Pérez.
Soy una persona a la que le encantan los animales, pero no soy una animalista; soy partidaria de que, si una persona está en peligro y tengo que matar a un animal, lo haría y lo he hecho.
Uno de los ataques contra la institución familiar en estos tiempos —ataques que provienen no solo de la redefinición de familia, que pretende concebirla más allá del vínculo sanguíneo, espiritual o humano, sino también de la distorsión que consiste en humanizar a las bestias o en bestializar a los hombres— es la confusión creciente que reina en la sociedad. Las personas que describen su apego excesivo enfermizo por los animales se refugian en ello para tratar de llenar un vacío emocional. Vivimos en medio de una desorientación acerca de las estructuras que Dios estableció y de los afectos que deberían ordenarlas.
Bajo esta óptica torcida, muchos llegan a considerar a un animal como «parte de la familia». Sin embargo, la Biblia es clara: Dios creó la familia como la unión de un varón y una mujer en pacto, de cuyo vínculo nacen los hijos, llamados herencia de Jehová (Gn. 1:27–28; Sal. 127:3). Una mascota, por más apego que genere, jamás podrá ocupar ese lugar esencial, ni podrá gozar de los derechos que pertenecen únicamente a los hijos o a cualquier otro miembro humano de la familia. No en una familia real, legítima y orientada conforme al designio de Dios.
La Escritura es clara: «He aquí, herencia de Jehová son los hijos; cosa de estima el fruto del vientre» (Sal. 127:3). Jamás una mascota será algo parecido a esa bendición. Pero la Biblia no se limita a hablar de los hijos como bendición, sino que muestra que toda la familia es un don de Dios. Los padres son presentados como corona y honra: «Corona de los viejos son los nietos, y la honra de los hijos sus padres» (Pr. 17:6). La madre fiel es motivo de alegría: «Se levantan sus hijos y la llaman bienaventurada; y su marido también la alaba» (Pr. 31:28). Los hermanos, aunque imperfectos, son regalo divino para el auxilio y la convivencia. Y aun con sus tensiones, la Escritura afirma que los amigos son parte inseparable del plan de Dios y aún: «En todo tiempo ama el amigo, y es como un hermano en tiempo de angustia».
Los animales en su lugar
Los animales nunca son partícipes de la dignidad ni del pacto dado únicamente a los hombres creados a la imagen de Dios (Gn. 1:26–27). Jesús mismo habló con firmeza: «No está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perrillos» (Mt. 15:26).
La bendición y la verdadera compañía se hallan en la familia humana, no en las bestias. Así lo estableció el Señor desde el principio: cuando creó a Adán, le presentó los animales, y la conclusión fue clara: «Mas para Adán no se halló ayuda idónea para él» (Gn. 2:20). Ningún animal podía suplir la necesidad de comunión, afecto y propósito que solo otro ser humano, hecho a la imagen de Dios, podía brindar. Por eso Dios creó a la mujer, e instituyó la familia como la esfera natural de compañía, ayuda y bendición.
Los animales forman parte del orden de la creación, y en su lugar pueden ser útiles. La Biblia los ubica en otro orden: criaturas útiles (Pr. 12:10). También reconoce que alegran y adornan la vida del hombre: «¿Jugarás con él como con un pajarillo, o lo atarás para tus niñas?» (Job 41:5). Es decir, aun en la inocencia de los niños puede haber gozo y deleite en la belleza de los animales. Sin embargo, la misma Biblia muestra que esa utilidad y recreo jamás deben confundirse con los vínculos esenciales de amor, herencia y compañía que solo la familia humana puede proveer.
Los animales pueden ser ayuda en un trabajo, motivo de recreo, pero nunca reemplazo de un padre, de una madre, de un hermano o de un hijo; ni siquiera pueden ser considerados coiguales ni necesarios en la vida afectiva familiar. Esa visión bíblica acerca de los animales no es un defecto en la sensibilidad o compasión, sino el diseño mismo de Dios para que la plenitud de afecto y compañía se halle únicamente en el ser humano, portador de Su imagen.
Las excusas más comunes
Las mascotas de esta generación se levantarán como juicio contra aquellos que afirmaron que «tener hijos es muy costoso», que los hijos «son una gran responsabilidad» y que las mascotas «dan mejor compañía que las personas». Pero no solo la Biblia lo afirma; considerar una mascota como parte o miembro de una familia contradice la razón, el buen juicio y los dictados de la conciencia.
«Un hijo requiere cuidado». ¿Más que una mascota? Un hijo bien entrenado podrá bañarse, ir solo al inodoro, recoger desorden y ayudar en casa antes de los 4 años. Una mascota, aun luego de diez o quince años, siempre dependerá de su dueño: jamás cooperará en la vida familiar; hasta el final requerirá limpieza de sus desechos (a mano limpia) sin que nada aprenda a hacer por sí misma.
Frases que he escuchado: «No deseo que un hijo me limite, deseo pasear, conocer y ser libre». ¿Y una mascota no lo hace? Muchas familias ahora ven truncados sus espacios de esparcimiento porque no saben con quién dejar su mascota. Estas mismas personas que no desean un hijo para poder viajar, ¡viajan con sus mascotas! Aeropuertos o terminales de bus dejan ver que si es posible viajar en compañía de animales en sus cajas grandes, y ¿por qué no con la familia? ¡Cuánto cuidado requieren las mascotas!
«La educación de un hijo es costosa». Y la «educación» de una mascota es más desagradecida, inútil y más costosa aún. Usted puede «educar» a una mascota y, por mucho, le enseñará a no ensuciar en algunos lugares y a hacer piruetas. Al final nada más de eso recibirá. La educación de un hijo, que es costosa en esfuerzo, energía y dinero, es, sin embargo, una inversión que enriquece a la sociedad y a la familia, y generalmente retribuirá a los padres. Entonces el costo es recompensado con creces. «Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo, no se apartará de él» (Pr. 22:6). Esta sentencia jamás se aplicará a un animal.
«La mascota da aún más compañía». ¿Más que la de las personas que escuchan, hablan, aconsejan, aman, oran e instruyen? ¿Más que la comunión bendita de padres, hijos y hermanos, que Dios instituyó como compañía verdadera (Ec. 4:9-10)? Los hijos bien criados serán el sostén de la vejez de sus padres, obedeciendo al mandamiento divino: En cambio, una mascota es y siempre será una carga, a la que incluso el anciano debe servir hasta su último día. Nunca aliviará, nunca aconsejará, nunca orará, nunca suplirá con palabras de verdad o afecto en la hora de la necesidad.
«¿Para qué traer hijos al mundo a sufrir?». Esa visión pesimista de la existencia se contradice en quienes, al tiempo que rechazan la bendición de los hijos, dicen amar a sus mascotas. Pues bien, si ese fuera el argumento, ¿por qué entonces traer mascotas al mundo para que también sufran? La incoherencia es evidente. Más aún, considere esto: si los hijos recibieran el mismo cuidado, inversión y dedicación que hoy se brinda a las mascotas, ciertamente no sufrirían tanto, sino que crecerían en un entorno de amor, compañía y provisión.
¿No es, más bien, la mascota un refugio de conveniencia, una manifestación de esa relación unidireccional en la que no se asume verdadera responsabilidad, sino una dependencia afectiva? Una relación que no demanda la entrega, la paciencia y el sacrificio que exige el trato con un hijo. La Escritura muestra que el amor verdadero hacia los seres humanos implica precisamente costo, servicio y entrega. Quien reemplaza esa dinámica de amor sacrificial con un vínculo unilateral hacia una bestia está rechazando en la práctica la bendición de Dios en la comunión humana.
Un trastorno moral evidente
Sin embargo, vivimos en tiempos en los que muchos han trasladado al mundo animal lo que deberían cultivar en la familia. Hemos visto mascotas con personas dialogando con ellas como si razonaran, médicos especializados en su salud, guarderías y hasta funerales para los animales. La industria «Pet» se ha convertido en un ídolo cultural: no solo provee alimentos, sino también ropa, juguetes, muebles, regalos, spas y hasta lujos que ni los hijos disfrutan en muchos hogares. Y mientras tanto, padres abandonados, ancianos olvidados y niños descuidados claman por la compañía y el cuidado que Dios ordenó al corazón humano.
Pero las mascotas no tienen culpa: son criaturas irracionales, «bestias brutas» creadas por Dios con su propio propósito. El hombre, portador de la imagen divina, es quien incurre en necedad al invertirles afecto y estatus que no les corresponden. Una mascota es una propiedad; puede alegrar y adornar el hogar, pero nunca debe ocupar el lugar que el ser humano. Jamás una mascota será un hijo, ni familia, jamás amará como una, jamás retribuirá como una. Si fuéramos verdaderamente humanos, cultivaríamos el amor y la dignidad del prójimo —la imagen de Dios— y no la falsa humanización de lo que por naturaleza nunca podrá parecerse a esa gloria.
¿No trastornamos el orden de Dios cuando damos a los animales lo que negamos a los portadores de Su imagen?
¿Qué pensar, entonces, de una generación que humaniza a las mascotas y deshumaniza al portador de la imagen de Dios? La Escritura sentencia: «Se entenebreció su necio corazón; profesando ser sabios, se hicieron necios» (Ro. 1:21-22).
