Aflíjanse, laméntense y lloren. Que su risa se convierta en lamento y su gozo en tristeza. Humíllense en la presencia del Señor y Él los exaltará. Stg 4:9–10.
Después de la lista de pecados que Santiago ha dado y la característica de algunos que dicen ser cristianos, viene el llamado al arrepentimiento. Aquellos que han dejado la santidad deben acercarse a Dios, deben someterse a su autoridad y misericordia, limpiarse las manos de sus pecados y limpiar los corazones del doble ánimo. Todos estos mandamientos desembocan en esto: laméntense por sus pecados y vuelvan al Señor, pero debe ser un lamento profundo, no superficial.
Afligirse podría traducirse como quebrantarse hasta el punto de sentirse miserable; este es el nivel de arrepentimiento que espera el Señor de cada uno de nosotros cuando pecamos. Necesitamos que Dios sea nuestra provisión para el perdón (Lc. 18:13). Lamentarse es literalmente afligirse, estar desesperado a causa de la maldad; este lamento solo puede venir de Dios y produce arrepentimiento verdadero (2 Co. 7:9–11). Por último, el lamento debe ser verdaderamente profundo hasta el punto de llorar por causa del pecado. Este lloro viene al saber que hemos traicionado a nuestro Señor (Mr. 14:72), que hemos abandonado su santidad; nos lleva a reconocerlo y a buscarlo desesperadamente.
El gozo que puede sentir alguien al pecar debe convertirse en lamento profundo; no puede haber gozo al pecar. El impío se goza en sus planes de pecado, en sus deseos que maquina y llevándolos a cabo; el creyente no puede tener este mismo deleite. ¡Pobre de estos que se gozan en la injusticia porque serán juzgados por Dios (Lc. 6:25)! La confesión de pecado debe venir de un corazón entristecido plenamente (Lm. 5:15–16); el lamento es porque hemos ido en pos del enemigo de Cristo (1 Jn. 2:16).
Si el creyente confiesa su pecado y se aparta, si se humilla delante de Dios, entonces será exaltado (Is. 6:5), pero pobre de aquel que se llene de soberbia y no venga al arrepentimiento genuino. Cuando el pueblo se humilla, Dios responde (2 Cr. 7:14). Un ejemplo que Dios nos ha dejado para entender su gracia perdonadora es el del hijo pródigo (Lc. 15:18–19). Cuando este volvió humillado, su padre lo exaltó, de la misma manera hará Dios con sus hijos.
Hermanos, hay que reconocer nuestra indolencia por el pecado; muchas veces nos llenamos de soberbia al no confesarlo, al no dolernos, al no apartarnos, sin darnos cuenta de que esto solo nos trae destrucción. Nos hace falta llorar por nuestra maldad, arrepentirnos verdaderamente, humillarnos delante del Señor. ¡Cuán lejos están los corazones del creyente de tener un arrepentimiento genuino! Si como creyentes nos enojamos cuando somos confrontados por nuestra maldad, debemos dejar ese pecado y reconocer que aún no nos hemos humillado delante de Cristo para que convierta nuestro dolor en gozo. Cuando somos conscientes de nuestra maldad, nos dolemos en nuestro pecado y nos gozamos en el perdón que Cristo provee.