Estos mataron tanto al Señor Jesús como a los profetas, y a nosotros nos expulsaron, y no agradan a Dios sino que son contrarios a todos los hombres, impidiéndonos hablar a los gentiles para que se salven, con el resultado de que siempre llenan la medida de sus pecados. Pero la ira de Dios ha venido sobre ellos hasta el extremo. 1 Tes 2:15–16.
Los creyentes de Tesalónica fueron perseguidos por los judíos, sus propios compatriotas, que, según ellos, por el celo que tenían de Dios, buscaban eliminar a la creciente iglesia. Lo que les sucede a los tesalonicenses no es un hecho aislado; de hecho, pasa a lo largo de la historia de la iglesia y Lucas registra esta situación en Hechos.
Además, ellos sufrían lo que otras generaciones de seguidores de Dios ya habían pasado, iniciando con el mismo Jesús. Pablo les señala que los profetas y ellos como apóstoles corrieron con la misma suerte (Jer. 26:23; He. 11:32–37). De alguna manera, saber que los que aman a Dios han sido perseguidos y que el Señor ya había expuesto esta situación (Mt 21:33–46) les podía dar consuelo; eran comprendidos y podían animarse los unos a los otros.
Este tipo de personas impiden que se hable de Dios, que se hable del evangelio; el pecado de ellos va más allá, quieren impedir que otros entren al reino de los cielos, no les gusta el mensaje de la salvación para ellos y no lo quieren para otros. Este tipo de personas se pierden y quieren que los demás lo hagan con ellos.
Pero Dios está en control de todo ello y pagará conforme a su mal andar; esto les llena la medida de pecado, lo que quiere decir que llegan al colmo de la maldad con esa actitud de pecado. Cuando los hombres llegan a ese límite, Dios entonces los juzga severamente (Gn. 6:3, 5–6); es ahí donde la ira de Dios se hace visible.
En todo esto, debemos aprender que cuando algún sufrimiento por causa del evangelio viene a nosotros, debemos confiar en el poder de Dios, su santo juicio, porque solo Él puede juzgar correctamente a las naciones, lo que deriva en la predicación y la expansión del evangelio.
Pero todavía hay tarea por hacer: predicar a Cristo a pesar de los enemigos que se levantan, ya que Cristo es el vencedor y quien gobierna los cielos y la tierra. Además, Él cuida de que su evangelio llegue a las naciones, añadiendo a la iglesia a los que han de ser salvos. La victoria contra los enemigos es segura, aunque ellos piensen que están ganando, porque el vencedor los juzgará y exaltará a la iglesia en su regreso en gloria.
