Amados, les ruego como a extranjeros y peregrinos, que se abstengan de las pasiones carnales que combaten contra el alma. 1 P 2:11.
La exhortación amorosa que encontramos en este pasaje muestra el cariño y la delicadeza que tenía el apóstol con sus lectores; estaba llamándolos de una manera cariñosa a mantener sus mentes equilibradas. Esta forma amorosa de llamar a los creyentes también muestra el amor de Dios en la exhortación a las buenas obras que se desarrollarán en lo que falta del capítulo.
Los creyentes son llamados extranjeros y peregrinos, lo que literalmente para ellos era una realidad (1:1), pero espiritualmente también lo era; los creyentes no pertenecemos a este mundo, a esta sociedad ni al sistema de pecado. Nuestra ciudadanía está en los cielos (Fil. 3:20); debemos ser embajadores en esta tierra de nuestra real ciudad. Los antiguos esperaban esa ciudad y anduvieron por fe dando testimonio del que los había llamado (He 11:16); nosotros debemos seguir ese ejemplo.
Una de las formas de luchar y ser embajadores es no cayendo en las pasiones carnales; esta sociedad ve con buenos ojos el pecado, lo impulsa y lo promulga como logros y libertades, pero en realidad lo que están mostrando es que viven para el maligno y su fin es fin de muerte (Ro. 8:5–8). La expresión «pasiones carnales» no necesariamente se refiere a los pecados que la sociedad catalogaría como inmorales; es una referencia a los pecados, cualquiera que sea, que luchan contra nosotros (Gá 5:19–21.
Estos deseos le han declarado la guerra al alma redimida, al corazón de carne que Dios ha puesto a sus hijos; es una batalla a muerte: o combatimos o nos volvemos esclavos de esas pasiones y eventualmente moriremos. Nuestros deseos son implacables, sin misericordia; no podemos darles cabida, no debemos amar al mundo ni las pasiones que provienen de él (1 Jn. 2:15–17). Para lograr este objetivo, hay que considerar nuestro cuerpo como muerto al pecado (Col. 3:5–11); en otras palabras, matar las pasiones antes que nos maten.
El llamado es a vivir con pureza, esta pureza nace en nuestras almas, en nuestros corazones (2 Co. 7:1), con la disciplina de limpiar profundamente nuestros pensamientos para eliminar los deseos carnales y vivir en la verdadera libertad que es en Cristo (Gá 5:13,16).
Hermanos, no menospreciemos el daño que le pueden hacer nuestras pasiones a nuestra alma y a los que nos rodean. La batalla es dura y constante, por lo tanto, requiere diligencia y valentía; no nos engañemos pensando que la victoria es nuestra sin luchar, no podemos darle espacio al enemigo porque caeremos en batalla. Luchemos, pues, con el poder del Espíritu de Dios que mora en nosotros y el poder de la Palabra que tenemos a nuestro alcance para renovar nuestras mentes.
