Gocémonos en la persecución

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Bienaventurados serán cuando los insulten y persigan, y digan todo género de mal contra ustedes falsamente, por causa de Mí. Regocíjense y alégrense, porque la recompensa de ustedes en los cielos es grande, porque así persiguieron a los profetas que fueron antes que ustedes – Mt 5:11–12.

Cuando las esperanzas del mundo contradicen la lealtad hacia Cristo, el discípulo experimenta una división en su corazón: es amado intensamente por el Padre, pero a la vez no es comprendido ni aceptado por aquellos que no comparten su fe. Jesús no esconde esta realidad; la llama bienaventuranza. No nos invita a buscar sufrimiento ni a adoptar un espíritu de víctima, sino a entender que la luz, por su propia naturaleza, siempre incomoda a la oscuridad (Jn 15:20; 2 Ti 3:12).

El Señor nos advierte que vendrán insultos, persecuciones y calumnias “por causa de Mí” (Mt 5:11). No todo sufrimiento es bendito; lo es únicamente aquel que surge de identificarnos con Cristo y con su justicia (Mt 5:10). El término “insulten” transmite la idea de recibir palabras hirientes lanzadas directamente “al rostro”, tal como ocurrió con Jesús cuando fue escupido y burlado (Mt 26:67–68). Por eso, el verdadero consuelo no está en que la ofensa termine, sino en lo que revela: que pertenecemos a Cristo. “Si somos hijos, también somos herederos… si en verdad padecemos con Él” (Ro 8:17). Por lo tanto, estas pruebas no son indicios de abandono, sino pruebas de filiación.

Cuando el Señor ordena: “Regocíjense y alégrense” (Mt 5:12), no nos pide negar el dolor, sino mirar más allá de él. Sus palabras no son una sugerencia, sino una invitación constante a perseverar en el gozo. “Alegrarse” aquí habla de una alegría desbordante, nacida de la convicción de que “la recompensa de ustedes en los cielos es grande”. Igual que Cristo soportó la cruz por el gozo que le esperaba (Heb 12:2), también nosotros aprendemos a evaluar lo presente con la mirada puesta en la eternidad (2 Co 4:17–18).

Este enfoque nos protege de dos extremos: del estoicismo que aguanta sin esperanza, y del triunfalismo que suaviza el evangelio para evitar rechazo. La alegría que Jesús manda no es fuerza humana, sino fruto del Espíritu. Y el rechazo del mundo no debe sorprendernos: somos la sal que preserva y la luz que alumbra, aunque incomode (Mt 5:13–16).

El reproche y la calumnia, lejos de ser pérdidas, se convierten en un taller donde Dios pule nuestro carácter: purifica intenciones, nos enseña a orar por los enemigos y nos recuerda que la aprobación que importa es la del Padre. Además, no caminamos solos: sufrir “como los profetas” nos coloca en la misma procesión de testigos que agradaron a Dios por la fe (Heb 11:36–38).

Señor Jesús, alzamos los ojos a Ti. En medio de insultos y calumnias, recordamos que somos tuyos y que nuestra esperanza está asegurada en el cielo. Danos gracia para no buscar el conflicto, pero tampoco huir del costo de seguirte. Enséñanos a amar al que hiere, a perseverar en el bien y a gozarnos contigo, esperando el día glorioso en que la recompensa eterna será plenamente nuestra. Amén.