La confesión de pecado trae sanidad al alma.

grayscale photo of person placing hand on face

¿Está alguien entre ustedes enfermo? Que llame a los ancianos de la iglesia y que ellos oren por él, ungiéndolo con aceite en el nombre del Señor. La oración de fe restaurará al enfermo, y el Señor lo levantará. Si ha cometido pecados le serán perdonados. Stg 5:14–15.

Esta enfermedad de la que habla Santiago puede implicar dos cosas: en primer lugar, puede ser una depresión o malestar emocional y físico de personas que no se apartan del pecado, han sido derrotados y se encuentran sumidos en una suerte de depresión. La segunda probabilidad es que sea una enfermedad física como disciplina de parte de Dios a sus hijos porque no se apartan del pecado. En ambos casos el resultado es el mismo: un debilitamiento físico que requiere del auxilio de terceros.

La persona que se encuentra en este estado debe llamar a los ancianos de la iglesia para que intercedan, para que por la confesión de pecado pueda hallar perdón de sus faltas. Quizá el problema que ha generado este texto esté en la unción del aceite. Bueno, el aceite en la época y cultura de Santiago, el aceite de oliva se usaba habitualmente como medicina. En otras palabras, los ancianos ayudaban en dos áreas: en la oración y confesión de pecados, esto es, el área espiritual, y en otorgar la medicina, esto es, en el área física.

El aceite no tenía poderes milagrosos, simplemente era un ungüento que se utilizaba en el pueblo judío para sanar heridas y cuidar de los enfermos (Is. 1:6), lo que equivaldría hoy a llevar al enfermo al médico después de que ha confesado sus faltas. Hay que entender que no toda enfermedad es causada por el pecado (Job 1), pero el Espíritu Santo es el que guía al creyente verdadero a confesar su pecado, y esto le dará más que la libertad de su enfermedad; le traerá aliento a su vida espiritual (Sal. 32:5).

¿Qué nos enseña Dios con esto? En primer lugar, a tener en cuenta la seriedad del pecado que nos puede debilitar hasta la muerte (1 Cor 11:30–32); esto debemos tomarlo en serio para conducirnos en la santidad y guiar a otros a la santidad. En segundo lugar, nos enseña a ser misericordiosos con los que están caídos, a orar por ellos y tenderles la mano cuando piden ayuda.

El Señor está interesado en el perdón de pecados de quienes se arrepienten (1 Jn 1:9), como iglesia no debemos tener la espina del rencor o del enojo sobre los hermanos que ya Cristo ha perdonado. Si un creyente se aparta del error, para Cristo ha sido ganado y debemos alegrarnos en ello y ayudar a restaurar a los que están caídos a causa de su pecado. A veces el camino es largo; los hermanos confiesan su pecado, pero retomar el ánimo les toma tiempo. Es ahí donde, como pueblo de Dios, debemos ser misericordiosos y cuidar de ellos.

Pero si una persona no se aparta de pecado y cae en manos del Dios santísimo, deberíamos orar para que Él le dé sabiduría y arrepentimiento de pecado y alejarnos como nos manda el Señor (Mateo 18:15–20). Como creyentes debemos aprender a tomarnos en serio el pecado tal como se lo tomó Dios, al punto de sacrificar a su Hijo, quien cargó con nuestra maldad en la cruz.