La herencia celestial de los cristianos.

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Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien, según Su gran misericordia, nos ha hecho nacer de nuevo a una esperanza viva, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, para obtener una herencia incorruptible, inmaculada, y que no se marchitará, reservada en los cielos para ustedes. 1 P 1:3–4.

Mediante la muerte y resurrección de Jesucristo, el creyente tiene esperanza viva; esto a su vez da herencia en los cielos. Es interesante que Pedro use la palabra herencia, porque es muy conocida y con unos matices espirituales, de manera que los oyentes sabían a qué se refería. La palabra herencia es usada en el Antiguo Testamento para mostrar los límites de la tierra que Dios le daría a cada tribu (Nm. 18:20–24; Jos. 13:32–33) de ahí que entendieran que la herencia era celestial y la comparativa entonces toma lugar. En el sentido tradicional, la palabra solo significa un legado que se transmite de un familiar a otro.

Lo que sí sabemos es que Dios nos ha dejado una herencia en Cristo para la iglesia, mientras que para los judíos representaba una promesa terrenal, para los creyentes en Cristo es una herencia celestial (Ef. 1:11, 18; Col. 1:12; 3:24; He. 9:15). Aunque ya disfrutamos de los vestigios de esta promesa, esta herencia no nos es dada en la tierra, nos aguarda en los cielos. El creyente sufre en esta tierra con una conciencia llena de esperanza en Cristo (Ro. 6:18; 8:18) porque sabe que le aguarda una mejor herencia.

Esta herencia que el cristiano tendrá en los cielos no es como las terrenales; no se corrompe, no se daña ni muere con el paso de los años, no se contamina, es incapaz de perder su brillo o de morir, no se marchita al pasar de los días y, por el poder de Dios, está guardada en los cielos para los creyentes.

Quizá para nosotros esto no tenga mucho sentido, pero los cristianos en el primer siglo fueron expulsados de sus familias, desheredados y hasta echados del círculo social. Lo que Pedro les dice a estos hermanos es que nada de lo que han perdido aquí en la tierra es comparable con lo que les espera.

Nosotros, los que no hemos sufrido estos problemas, debemos pensar que nada de lo que tenemos en esta tierra es semejante a lo que nos espera en los cielos; de ahí que no debemos aferrarnos neciamente a los bienes terrenales (Mt. 6:19–21). Nuestra mirada debe estar en Cristo Jesús. Estas bendiciones que sabemos que tenemos en Cristo deben impulsarnos a caminar hacia su encuentro en los cielos.

Si nuestra convicción es que nuestra ciudadanía está en los cielos (Fil 3:20), nuestra herencia nos aguarda allá, pero nuestra mayor riqueza ya la estamos disfrutando, la salvación en Cristo; por lo tanto, si la eternidad nos aguarda, es porque ahora lo tenemos a Él. Pongamos la mirada en Cristo y caminemos nuestro peregrinaje en esta tierra con la convicción de que nos espera nuestro Salvador (Col 3:1–4).