La incongruencia de menospreciar al pobre en la Iglesia. Prt 1

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Hermanos míos amados, escuchen: ¿No escogió Dios a los pobres de este mundo para ser ricos en fe y herederos del reino que Él prometió a los que lo aman? Pero ustedes han despreciado al pobre. ¿No son los ricos los que los oprimen y personalmente los arrastran a los tribunales? ¿No blasfeman ellos el buen nombre por el cual ustedes han sido llamados? Si en verdad ustedes cumplen la ley real conforme a la Escritura: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo», bien hacen. Stg 2:5–7.

Los creyentes deben ser conscientes de la realidad de la salvación de sus almas para no cometer el pecado de preferir a los ricos antes que a los pobres. El favoritismo no tiene lugar en una congregación que tiene una buena teología. La teología a la que apela Santiago es la elección de la iglesia de entre los pobres. Muy alineado, Pablo dice que los que Dios llamó, entre ellos «No hubo muchos sabios conforme a la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles» (1 Cor 1:26).

 Lo que la Biblia nos enseña es que no debemos ser arrogantes, debemos ver nuestra salvación con conciencia; éramos pobres, lejos de Dios y de sus promesas (Efe 2:12), nuestra realidad era ser muy pobres delante de los hombres y delante de Dios. Si ahora entendemos que, a pesar de esta pobreza espiritual y terrenal que teníamos, Dios nos ha dado promesas en la fe y herencia celestial (Mt. 5:3), no podemos menospreciar a otros pobres que vienen en busca de Dios y de su pueblo para tener comunión; deberíamos vernos identificados, antes que menospreciarlos.

El creyente que menosprecia a su hermano por ser pobre acarrea juicio contra sí (Is. 3:14–15; 10:1–3). Dios ha juzgado este mal proceder en todas las épocas, cuando solo se buscan a los pobres para extorsionarlos; Él saldrá a pagar a los pecadores su salario de injusticia. El favoritismo, las elites sociales en la iglesia no son más que la muestra de un pecado mayor; los líderes están lejos del Señor y el Señor de ellos.

Hermanos, cuidemos nuestros corazones de la incongruencia de llamar por Padre al Señor y rechazar a sus hijos, aquellos a quienes espera para llevarlos a sus moradas (Jn. 14:1–3). Porque solo los que no tienen parte en la herencia celestial menosprecian, invalidan y se vuelven arrogantes contra los hijos de Dios. Si alguno pecare de esta manera, abogado tenemos con el Padre (1 Jn 1:9), pero debemos alejarnos de este pecado y de aquellos que lo cometen. Recordemos que éramos pobres, sin Dios, sin promesas, y así Cristo nos llamó para ser herederos de la vida eterna.