Ustedes son la luz del mundo. Una ciudad situada sobre un monte no se puede ocultar; ni se enciende una lámpara y se pone debajo de una vasija, sino sobre el candelero, y alumbra a todos los que están en la casa. – Mt 5:14–15
Cuando la noche se alarga y el silencio cae sobre la tierra, basta una chispa para romper la oscuridad. La pequeña llama no lucha contra la oscuridad: la disipa. Así es el creyente en un mundo que ha perdido la visión de la luz. Jesús no ordenó: «Sean la luz del mundo», sino: «Ustedes SON la luz del mundo». No es una meta por alcanzar, sino una identidad a realizar. La luz ya mora en nosotros en Cristo, y su resplandor no puede ocultarse.
Ante una multitud de gente común, pescadores, campesinos, mujeres sencillas, Jesús declara que son la única luz en un mundo sumido en la oscuridad. De esta manera, disipa la ilusión de la «iluminación» humana. El mundo se jacta de su ciencia y progreso, pero aún no es capaz de responder a las preguntas finales: ¿Quién soy? ¿Por qué sufro? ¿Qué hay después de la muerte? El hombre ha aumentado su conocimiento, pero no su sabiduría. Puede enviar sondas a otros mundos, pero no puede controlar su propio corazón. La Biblia sigue siendo cierta: «Los hombres amaron más las tinieblas que la Luz, pues sus acciones eran malas» (Jn 3:19).
Los cristianos, en cambio, poseen algo que ninguna filosofía puede proporcionar: la luz de la vida. Somos luz: porque estamos unidos a Aquel que es la Luz misma (Jn 8:12). Cristo no solo ilumina la mente del creyente, sino que transforma su naturaleza. No es una apariencia moral, sino una nueva vida. Lo que el sol es para el mundo, Cristo lo es para el alma. Los hijos de Dios, por lo tanto, no pueden permanecer en los oscuros callejones del pecado ni en la noche de la indiferencia.
Ser luz no es hablar de Dios, sino exhibir su carácter. La luz es silenciosa, pero se manifiesta; no anuncia, sino que guía. Una vida consagrada en la oscuridad manifiesta el error sin necesidad de condenar. Cuando un cristiano es veraz donde la mentira es común, cuando perdona cuando otros exigen justicia, cuando sirve y da sin buscar recompensa, el mundo se ve obligado a darse cuenta de que hay otra manera de vivir. Como dijo Pablo, debemos «luminares en el mundo, sosteniendo firmemente la palabra de vida» (Fil. 2:15-16).
Pero no perdamos de vista el orden de las palabras de Jesús: primero somos sal, luego luz. La sal obra en silencio; la luz brilla públicamente. Solo quienes han aprendido a vivir como «la sal de la tierra», manteniendo la pureza, la verdad y la dependencia de Dios, pueden iluminar eficazmente a otros. La capacidad de iluminar a otros en un creyente no proviene del talento ni la elocuencia, sino de la comunión con Cristo. Cuando el corazón permanece cerca del Sol de Justicia, necesariamente brillará.
En un mundo que anda a tientas, buscando respuestas en medio de la oscuridad, la Iglesia no puede mantener su lámpara oculta bajo el miedo o la comodidad. La humanidad ya no necesita teorías, sino testigos. Nuestro mandato no es eclipsar las luces artificiales del mundo, sino reflejar la belleza de Aquel que habita en nosotros. Así como la luna no brilla por sí misma, sino que refleja la luz del sol, los cristianos brillamos al reflejar la belleza de Cristo en su carácter, su palabra y su esperanza.
Vivamos, pues, conscientes de esta misión. Donde haya oscuridad, introduzcamos luz; donde haya desesperación, mostremos el rostro de Aquel que venció la noche. Que nuestras vidas hagan visible el evangelio que proclamamos, porque «Dios, que dijo: «De las tinieblas resplandecerá la luz», es el que ha resplandecido en nuestros corazones» (2 Co 4:6).
No nos escandalicemos hoy por su oscuridad al contemplar el mundo, sino recordemos quiénes somos en Cristo. No somos espectadores de la decadencia, sino portadores de la luz del Rey. Sigamos, pues, juntos, con las lámparas encendidas, para que otros vean en nosotros la luz del Evangelio y glorifiquen a nuestro Padre celestial.
