Sino que cada uno es tentado cuando es llevado y seducido por su propia pasión. Después, cuando la pasión ha concebido, da a luz el pecado; y cuando el pecado es consumado, engendra la muerte. Stg 1:14–15.
Existe en el ser humano una constante, la cual es siempre justificar su pecado. Algunos dicen haber caído repentinamente en el pecado, otros culpan a Satanás, otros simplemente dicen no haber sido conscientes de su pecado. La verdad es que cuando alguien cae en pecado, el proceso es notorio, no es repentino. Desde la perspectiva bíblica, ningún creyente cae repentinamente en pecado; es un proceso de tentación, planeación y ejecución.
La Biblia pone toda la responsabilidad del pecado en el creyente; en primer lugar, es tentado por sus propios deseos e impulsos, por su propia pasión. Esta pasión combate contra el alma; los cristianos tienen que alejarse y dejar esos deseos que las mismas Escrituras nos señalan, que están dentro de nosotros (1 Pe 2:11). La Biblia no sugiere que existe la posibilidad de deseos pecaminosos en el creyente, lo asegura y manda que en la lucha contra el pecado nos alejemos de esas pasiones.
Un punto importante es que la Biblia da por sentado que las tentaciones que son diferentes para cada uno de nosotros se deben a la diferencia en las pasiones que tenemos. Cada creyente debe conocer sus debilidades y pasiones, luchar contra las propias; no le debe dar lugar, porque entonces lo siguiente es el pecado. La pasión es ese deseo intenso; normalmente es invisible, pero en otras ocasiones da señales externas de estar ahí. Lo importante es que, si no se combate esa pasión y ese deseo, si no se lucha contra él, lo siguiente es el pecado que se manifestará.
Este principio que nos enseña la Biblia es relevante; no podemos ir por la vida justificando nuestro pecado y el de otros; somos responsables de nuestras pasiones y malos deseos. Ya el tiempo de vivir en las pasiones de la carne pasó (Ef. 2:1–3). La voluntad de Dios es nuestra santificación y dejar todo tipo de pasiones (1 Tes 4:3–5). Por lo tanto, si en medio de las pruebas o en la vida cotidiana viene la tentación, no podemos decir que es de Dios; nace en nosotros. El deber de cada cristiano es combatir esa tentación y huir de ella; el problema está cuando se le presta atención a la tentación; ese es el primer paso para la caída.
Huyamos pues, de las tentaciones, confiemos en Dios y confesémosle nuestras debilidades para encontrar socorro y ayuda oportuna. Si confiamos y confesamos nuestro pecado, nos perdonará (1 Jn 1:8–10), si luchamos en nuestras fuerzas; fracasaremos. Confiemos en el Espíritu que nos guía a toda verdad y a la santificación (1 Pe 1:15-16).