Ustedes son la sal de la tierra; pero si la sal se ha vuelto insípida, ¿con qué se hará salada otra vez? Ya no sirve para nada, sino para ser echada fuera y pisoteada por los hombres. – Mt 5:13
En la vida cristiana no se nos manda a escondernos ni a retirarnos del mundo, sino a marcar la diferencia en un mundo en descomposición. Cuando Jesús ordenó: «Ustedes son la sal de la tierra», no estaba dando una sugerencia, sino afirmando lo que sus discípulos son por el hecho de pertenecer a él. La imagen es sencilla: la sal en tiempos pasados tenia un valor incalculable. Se usada para conservar los alimentos, sanar heridas, dar sabor e incluso para cerrar un trato. Así de crucial es la presencia del pueblo de Dios en el mundo.
El Señor nos dice el mundo es susceptible de descomposición, como la carne que se echa a perder demasiado rápido si no se conserva. Este es la condición del ser humano después de la caída, un corazón malo y engañoso (Jer. 17:9), una inclinación natural a la maldad (Gén. 6:5). La historia lo confirma. Aquí es donde entra la obra de los hijos de Dios: ser un freno, un testigo vivo de la realidad de que, por su mera existencia, frena la corrupción hasta cierto punto. Como dice Pablo, somos «olor de vida para vida» para los que creen, pero también «olor de muerte para muerte» para los que rechazan a Cristo (2 Co. 2:15-16). La reacción puede variar, pero el efecto es inevitable.
La advertencia de Jesús es severa: la sal puede perder su sabor. En la práctica, esto ocurría cuando la sal se mezcló con impurezas y terminaba siendo desechada y pisoteada. De la misma manera, un cristiano que encaja en el mundo, que diluye su testimonio, deja de cumplir su propósito. Una fe sin distinción, una vida sin santidad ni piedad no sirve para preservar ni para dar sabor. «si la sal se ha vuelto insípida, ¿con qué se hará salada otra vez? » (Mateo 5:13). La idea es que la diferencia debe ser notable. No podemos “dar sabor” al mundo si somos iguales que el mundo.
La sal también provoca sed. La manera en que un creyente persevera en la aflicción con esperanza, ora con perseverancia o vive con integridad provoca en otros la pregunta: «¿De dónde viene esta fuerza?». Esa sed apunta a Cristo, el único que ofrece agua viva (Juan 4:14). Asimismo, la pureza de la vida cristiana es una antítesis necesaria ante la decadencia moral. A veces esa diferencia incomoda, como la sal en una herida, pero es para de nuestra misión: confrontar con el evangelio, no diluirlo para hacerlo inofensivo.
Cristo mismo es la verdadera sal. Él es quien purifica, preserva y da vida. Nosotros, unidos a Él, somos reflejos de esa persona en el mundo. No se trata de un esfuerzo moralista por «ser diferentes» para ganar merito, sino de permitir que la nueva vida en el Espíritu fluya espontáneamente. «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Gá. 2:20). De esa unión surge la capacidad de influir, preservar, de dar sabor y señalar hacia Dios.
Al final, el llamado de Jesús nos recuerda quiénes somos y qué debemos hacer. No somos meros observadores pasivos de la historia, sino servidores de la gracia en una era decadente. No necesitamos ser numerosos para impactar, solo necesitamos ser auténticos e íntegros. Así como una pequeña cantidad de sal cambia en sabor de una comida, así también un creyente fiel, en su hogar, en su trabajo, en su vecindario, puede dejar una huella eterna.
Que el Señor nos conceda no perder nuestro sabor, sino vivir de tal manera que otros puedan probar en nosotros la bondad de Cristo. Seamos esa sal que preserva y da esperanza. Y que, al mirarnos, el mundo tenga sed del Dios vivo. Amén.
