Ustedes codician y no tienen, por eso cometen homicidio. Son envidiosos y no pueden obtener, por eso combaten y hacen guerra. No tienen, porque no piden. Piden y no reciben, porque piden con malos propósitos, para gastarlo en sus placeres. Stg 4:2–3.
Ahora que la Biblia nos establece de dónde vienen las guerras y los conflictos, también quiere dejar en claro el problema de la codicia. La codicia es el impulso, la lujuria o la ansiosa búsqueda del propio interés; es desear ardientemente algo más allá de las consecuencias. El problema es que los codiciosos son capaces de cualquier cosa. Hablando de la codicia, debemos recordar que el décimo mandamiento dice: «No codiciarás la casa de tu prójimo». «No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo» (Éx 20:17).
En la Biblia hay unos cuantos ejemplos de lo lejos que puede llegar una persona al codiciar; por ejemplo, David codició a Betsabé y fue capaz de matar a Urías, el marido de ella, para quedarse con ella (2 Samuel 11:3). Absalón persiguió a David, su padre, porque deseaba el trono, entre muchos ejemplos más donde vemos que la envidia y la codicia se confabulan al punto de provocar conflictos graves en el pueblo de Dios. La gente es envidiosa y, al no tener lo que quiere, se vuelve conflictiva; un ejemplo de esto, donde la víctima fue el pueblo de Dios, se relata en el libro de Ester. Mardoqueo era perseguido por Amán por pura envidia al punto de armar un complot contra todos los judíos.
El problema de la codicia es que los deseos que despierta, o lo que se codicia, siempre es para los deleites de la carne o para los sueños de los hombres que buscan agradar a la carne. Esos deseos, lejos de ser para la gloria de Dios, son para gastarlos en sus placeres. Si el creyente pidiera a Dios conforme a su necesidad y su deseo de adorarlo, el Señor es justo, le dará lo que necesita, pero cuando las peticiones del corazón no son más que para deleites de la carne, el Señor cerrará su mano para no perjudicar nuestra vida de piedad.
El creyente debe despojarse del viejo hombre (Ef 4:22-24), de sus pasiones y deseos, crucificar la carne (Ga 5:24-26); no debemos envidiarnos los unos a los otros. El deseo de los creyentes en Cristo nunca debe ser tener las posesiones de este mundo; al contrario, debe ser hacer tesoros en los cielos (Mt 6:19-21). El deseo primario no debe ser alcanzar las riquezas o el bienestar que ha alcanzado otro; su deseo debe ser alcanzar la santidad y la semejanza a Cristo.
Los que codician corren contra el viento, luchan contra ellos mismos en la necedad de su corazón, porque el ojo nunca se saciará (Ec 1:8). El codicioso nunca se cansará de codiciar porque siempre habrá alguien con más posesiones, pero no es un asunto de posesiones, es un asunto del corazón; no le satisface Dios.
Hermanos, eliminemos toda raíz de codicia de en medio del pueblo de Dios; que nuestro deleite sea el Señor y Él dará a cada uno para sus necesidades. Pidamos con confianza conforme a su voluntad y nos dará lo que necesitamos. Hagamos conciencia al pedir a Dios cuál es nuestra motivación, nuestros deleites o su gloria. Cuando busquemos su gloria, nos puede faltar todo de este mundo, pero estaremos satisfechos en Él; pero si nuestro deleite no está en la salvación del Señor, podremos ser ricos de este mundo, y nunca estaremos satisfechos.