Sino que cada uno es tentado cuando es llevado y seducido por su propia pasión. Después, cuando la pasión ha concebido, da a luz el pecado; y cuando el pecado es consumado, engendra la muerte. Stg 1:14–15.
Cuando una persona es tentada, lo es por sus propios deseos, por sus pasiones. Ahora, cada uno debe tomar una decisión, combatirla (1 Pe 2:11) o dejarse seducir por ella. Cuando el creyente combate la tentación, ha ganado la batalla. Cada uno tiene pasiones y pensamientos pecaminosos, pero no debemos dejarnos dominar por ellos. Nuestra mente, nuestros pensamientos están descubiertos delante de Dios, de manera que Él los conoce. Ya que el Señor conoce esos pensamientos y pasiones nuestras, lo mejor es llevarlos a Él para que nos ayude a combatirlos y sacarlos de nosotros.
Los creyentes que no deciden combatir sus deseos son los que de repente vemos cometiendo pecados, groseros y visibles a todo el mundo. Este creyente no cayó repentinamente en pecado; fue seducido por su propio deseo y no lo combatió, le dio rienda suelta, lo maquinó, lo planificó y lo ejecutó. Y se ha completado el ciclo del pecado. Cuando el pecado se muestra, nace después de mucho tiempo de andar en la cabeza de las personas; da a luz, y lo que da a luz es muerte, porque «la paga del pecado es muerte» (Ro. 6:23).
La muerte aquí se puede ver en sus tres grandes aristas; en la física, puede ser que genere muerte fulminante, es la física como parte del juicio divino (1 Cor 10:6–10). También la muerte espiritual que separa el alma de Dios; el pecador desde su nacimiento le huye al Señor. Esto es herencia adámica y es parte de las consecuencias del pecado (Gn 3:8–10). Pero la peor muerte que nace del pecado es la eterna, la muerte segunda, el infierno (Ap. 21:8).
La muerte que genera en el creyente solo puede ser de la primera y segunda clase, si es muerte como disciplina de Dios, aun en la disciplina hay gracia (1 Co. 11:30), porque nadie los puede arrebatar de su mano, pero al que toma por hijo lo disciplina (He 12:6-11). Si es la ruptura de la comunión, si el creyente se siente desterrado de la gracia de Dios, puede aferrarse a Cristo, confesando su pecado y apartándose (1 Jn 1:8–10), hallando en Él abogado. Ahora, para los impíos que mueren en su pecado, ya no hay solución; su lugar es el infierno, irremisiblemente.
Sabiendo las consecuencias del pecado y de nuestra concupiscencia, deberíamos estar renovando nuestra mente y entendimiento para saber la voluntad de Dios y serles agradables (Ro. 12:2). Para luchar contra la tentación, hay más cosas que podemos hacer: pensar en lo puro (Fil. 4:8), meditar en ello y, sobre todo, poner la mirada en Cristo (Col. 3:2). Son bienaventurados los que guardan la ley de Dios (Sal 119:1-7). Hermanos, no nos dejemos llevar por nuestros deseos; conformémonos a la imagen de Cristo. Nadie conoce nuestras debilidades tanto como Dios; nos ayudará a vencerlas si estamos dispuestos a luchar.