Como hijos obedientes, no se conformen a los deseos que antes tenían en su ignorancia, sino que así como Aquel que los llamó es Santo, así también sean ustedes santos en toda su manera de vivir. Porque escrito está: «SEAN SANTOS, PORQUE YO SOY SANTO». 1 P 1:14–16.
Dios quiere que la iglesia tenga el carácter santo que lo identifica a Él; desde que Jesús estuvo en la tierra, llamó a sus discípulos a que imitaran su carácter. El creyente debe dejar el pecado y volcarse hacia la santidad que es característica de aquellos que por Dios son llamados. Lo que Jesús demandó fue: «Por tanto, sean ustedes perfectos como su Padre celestial es perfecto» (Mt 5:48). El creyente es conocido por ser imitador del Padre celestial (Ef. 5:1).
La meta de los creyentes no es la perfección aquí en la tierra; la meta es ser lo más santo posible, lo más parecido a Dios. Para ello, las herramientas de las que los creyentes pueden echar mano son la Palabra, la Iglesia, el Espíritu. Dios siempre ha querido que su pueblo sea conocido por imitarlo en la santidad; esto es desde la antigüedad (Levítico 11:44; 19:2; y 20:7).
La comunión íntima con Dios es la que puede hacernos santos a cada uno de los creyentes; Su presencia es la que transforma y esa relación que se genera entre el creyente y el Padre genera que los que le sirven sean santificados. Esto nos puede dar una sencilla conclusión del porqué de la falta de santidad en medio de la iglesia: nos separamos de Dios, nos alejamos de sus estatutos y, por consiguiente, de la santidad.
Los cristianos estamos llamados a servir a Dios, dejar la inmoralidad y llevar la imagen de quien nos llamó; solo llevaremos las marcas de Cristo cuando nuestro deseo sea ser semejantes a Él en la santidad (Col. 3:10, Ro. 8:29). Mientras este mundo está desbocado hacia el pecado, Dios quiere santificarnos; para eso nos escogió, para que seamos santos como Él.
La santidad a la que Dios nos quiere llevar nos traerá muchos problemas, pero su gracia nos sostendrá en un mundo que odia todo lo que refleja la santidad de Dios. Ningún creyente que ame la santidad de Dios y la desee será amado por el mundo, pero dará testimonio de la elección y la posición que tiene en Cristo. Quizá el mundo lo aborrezca, pero será amado por el Padre y guardado hasta el final cuando la santidad sea plena.