Los creyentes deben reflejar el carácter santo de Dios.

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Como hijos obedientes, no se conformen a los deseos que antes tenían en su ignorancia, sino que así como Aquel que los llamó es Santo, así también sean ustedes santos en toda su manera de vivir. Porque escrito está: «SEAN SANTOS, PORQUE YO SOY SANTO». 1 P 1:14–16.

Ya que los creyentes están listos para la batalla espiritual, aquí está la primera gran batalla: «ser hijos obedientes». La obediencia no es algo que le brote al ser humano con facilidad; de hecho, la desobediencia es lo que ha traído el pecado al mundo y se sigue manifestando hasta el día de hoy. Pero literalmente Pedro está diciendo «como hijos de obediencia», es decir, que la obediencia es la característica de los creyentes; los que son en verdad hijos obedecen (1 Jn. 5:2–3). Mientras el impío es desobediente por naturaleza, el creyente se vuelca a la obediencia porque participa de la naturaleza divina (Ef. 2:10).

El punto de Pedro es llamar a los creyentes a la reflexión; no es posible que puedan vivir como incrédulos, siguiendo las mismas prácticas de su pasado mientras dicen ser cristianos. Ese tiempo de haber ido en pos de los deseos de la carne ya pasó. Es muy importante el término que usa Pedro al decir que andaban en ignorancia, porque demuestra la falta de conocimiento de Dios, de su Hijo, de la santidad. Eso es un incrédulo, alguien que ignora a Dios y sus leyes.

Ahora los que por Cristo han sido regenerados no pueden seguir en la misma actitud de pecado, ignorando la santidad a la que son llamados (1 Jn. 1:8). Aquí es donde la lucha cambia de frente. En primer lugar, Pedro ha enseñado que los creyentes deben aferrarse a la esperanza de la salvación por las persecuciones que se han levantado contra ellos; ahora deben comportarse sabiamente, deben dejar esos deseos pecaminosos que los asediaban antes.

Más adelante, Pedro hará una lista de pecados que se solían cometer y que hay que dejar: «sensualidad, lujurias, borracheras, orgías, embriagueces y abominables idolatrías» (1 P 4:3). El llamado es el siguiente: no se parezcan tanto al viejo hombre que era ignorante de Dios y ahora imiten el carácter santo de Dios.

Como creyentes debemos luchar para alcanzar los estándares de Cristo, ni los del mundo, ni los de la iglesia. Debemos modelar a Cristo en su santidad, en su pureza y su aberración por el pecado; la lucha ahora está en el campo nuestro, es contra el pecado que nosotros mismos tenemos, nuestros deseos que se oponen a Dios. El punto es el siguiente: no tenemos pretextos para ir en pos del pecado ahora que conocemos a Dios y hemos sido adoptados como hijos suyos.

La santidad no es una opción, es una necesidad de aquellos que caminan hacia la eternidad con Dios; hay quienes lo ven con dolor y pesadumbre; estos todavía no han entendido la gracia y el valor de ser semejantes a Cristo. Pero si esto no es suficiente, también es una obligación; si no siente la necesidad de ser santo, Dios lo manda a serlo. Por lo tanto, no hay ninguna razón válida para que el andar del creyente no sea la santidad.