Ustedes en otro tiempo no eran pueblo, pero ahora son el pueblo de Dios; no habían recibido misericordia, pero ahora han recibido misericordia. 1 P 2:10.
Es importante que la iglesia entienda la importancia de ser llamado pueblo de Dios; no siempre fue así, hubo un tiempo en el que el pueblo escogido se reducía a Israel como nación. Los gentiles no tenían participación ni comunión con Dios, pero por su gracia con que nos amó en su gracia eterna y según su elección, ha decidido salvar a los gentiles de su vana manera de vivir (2 Ti. 1:9); nosotros ahora hemos alcanzado salvación.
Dios le había dicho a Israel que vendrían días cuando ya la misericordia de Dios no estaría con ellos, sería dada a los gentiles por su desobediencia y su apatía (Os. 1:6–10). De manera que esta profecía se ha cumplido en los tiempos de la iglesia; Pedro les está enseñando esta verdad (Ro 9:22–26). Los gentiles en el pasado no tenían a Dios, ni esperanza, ni promesa, pero ahora han alcanzado la misericordia divina.
Esta misericordia que ha recibido la iglesia gentil es la que salva, la que da vida eterna en Cristo Jesús, la que reunirá de todas las naciones un solo pueblo (21:1–7). Esta misericordia no es merecida, es don de Dios (Ef. 1:4); fue su elección eterna en Cristo Jesús y los receptores fueron un pueblo que estaba por naturaleza lejos.
Como creyentes tenemos un Padre de misericordia (2 Co. 1:3), a quien podemos acudir y en quien podemos confiar; no somos extraños, somos conciudadanos de los santos (Ef 2:19). Este privilegio que gozamos como nación debe llevarnos a una constante adoración, porque no fue porque corrimos o que luchamos por la salvación, fue su gracia la que nos alcanzó y su misericordia (Romanos 9:15–16) la que nos limpió de nuestra maldad para hacernos aceptos delante del Padre.
Ahora, como pueblo Suyo, vivamos para Su gloria, para la exaltación de Su nombre y para proclamar Sus misericordias a un mundo que urge de escuchar las grandezas de nuestro Dios y de la herencia que tienen los que confían en Su Nombre.
