En esto conocemos el amor: en que Él puso Su vida por nosotros. También nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos. Pero el que tiene bienes de este mundo, y ve a su hermano en necesidad y cierra su corazón contra él, ¿cómo puede morar el amor de Dios en él? Hijos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad. 1 Jn 3:16–18.
Las escrituras nos muestran el carácter sacrificial de Jesucristo para que este mismo carácter sea reproducido entre los discípulos, pero no es un sacrificio cualquiera es el dar su vida por amor. Dios amó a la humanidad perdida, quiso salvar a la Iglesia dando a su propio Hijo (Jn 3:16). Cristo amó a la Iglesia y se entregó a Sí mismo por ella (Ef 5:25). Esta clase de amor que Dios nos ha mostrado no tiene comparación, es inigualable, es el pastor entregando su vida por las ovejas (Jn 10:11).
Sabiendo esto, cada cristiano debe amar a su hermano, debe amar al prójimo, es una consecuencia automática de recibir amor, podemos dar amor, porque conocemos la fuente inagotable de amor que brota para nosotros, conocemos a Dios. Por eso el impío, que no conoce el amor, no puede amar. El creyente es llamado a amar, a la ayuda mutua, a servir a los hijos de Dios en amor (He. 13:16, 21). El mandamiento de Jesús para sus discípulos es el amor (Jn 15:12–13).
La iglesia verdadera siempre se ha caracterizado por amar y darse (Hch 2:45; 4:36–37), de entregarlo todo por amor de los que predican el evangelio y la gracia de Dios (Fil 4:14–16), por ayudar al necesitado (2 Co 8:1–5). La iglesia manifiesta su fe por medio de las obras que realiza (Stg 2:18–26). El amor que decimos tener por Dios y por los hermanos ha de ser mostrado (Mt 25:34–40), de lo contrario es puro engaño.
La diferencia entre el creyente y el incrédulo se resume así: el creyente ama a Dios, su ley y como consecuencia ama a los hermanos hasta el punto de darse por ellos. El incrédulo, dice amar a Dios, pero no se santifica ni ama Su Ley, no ama a los hermanos, es hipócrita y está lejos del pueblo de Dios. Nuestra tarea como hijos de Dios es cumplir su ley que Santiago lo resume de la siguiente manera:
Si en verdad ustedes cumplen la ley real conforme a la Escritura: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo», bien hacen. Stg 2:8.