Pero ustedes son pueblo adquirido por Dios (2:9).
Esta es una de las formas más simples de resumir la obra que Dios ha hecho por su pueblo. Llamarlo adquisición no solamente refleja la obra que Dios ha hecho, que significa «obtener por un precio», lo que resume la incapacidad que tiene el hombre de participar en la salvación; el Señor en su soberanía actuó para comprar una nación para Él, para su gloria. Además, muestra el poder soberano del Señor para adquirir a los suyos y comprarlos por precio, según los designios de su voluntad.
La Palabra de Dios constantemente nos recuerda que hemos sido comprados a un precio, refiriéndose al sacrificio de Cristo (Gá. 3:13). Esta redención que hay en Cristo limpia al hombre de culpa y de pecado (Ef 1:7-8). Todo esto es solo el reflejo del amor de Dios por los que habría de llamar para que fueran pueblo suyo (2 Ti. 1:9).
Este texto nos dice algo más, que nuestra salvación es segura, no se puede perder, es eterna porque es mayor quien la prometió (Ef. 1:4) y no se puede desligar la salvación de la iglesia del plan eterno del Señor (2 Ti. 1:9; 1 P. 1:18–20). En su plan eterno, Cristo consideró salvarnos, poner su vida como sacrificio a fin de alcanzarnos (Jn. 10:18); por lo tanto, nadie podrá jamás separarnos del amor de Dios que es en Cristo Jesús (Ro 8:35-39).
También hay responsabilidad que, como creyentes tenemos; es la de buscar la gloria de Dios. Como pueblo adquirido, debemos hacer la voluntad de aquel que nos compró (2 Co. 5:14–15). El fin del creyente es ser presentado sin mancha delante de Dios (Col 1:20–22); su meta debe ser buscar esa santidad y glorificar a Dios en el cuerpo (1 Co. 6:20).
Todo este plan divino culminará en la gloria de Dios, donde los redimidos vivirán en su presencia, glorificando su gracia (Tit. 2:13–14). La bendición de formar parte de este plan implanta en el creyente una fuente de alabanza para Dios, que es el creador de la salvación. Es por esto que ser llamado «pueblo adquirido por Dios» debe llenarnos de regocijo, esperanza; además, debe crear en nosotros un corazón agradecido y una vida santa, porque ahora sabemos a quién pertenecemos y el precio que se pagó.