Asimismo, ustedes, mujeres, estén sujetas a sus maridos, de modo que si algunos de ellos son desobedientes a la palabra, puedan ser ganados sin palabra alguna por la conducta de sus mujeres al observar ellos su conducta casta y respetuosa. Que el adorno de ustedes no sea el externo: peinados ostentosos, joyas de oro o vestidos lujosos, sino que sea lo que procede de lo íntimo del corazón, con el adorno incorruptible de un espíritu tierno y sereno, lo cual es precioso delante de Dios. Porque así también se adornaban en otro tiempo las santas mujeres que esperaban en Dios, estando sujetas a sus maridos. Así obedeció Sara a Abraham, llamándolo señor, y ustedes han llegado a ser hijas de ella, si hacen el bien y no tienen miedo de nada que pueda aterrorizarlas. 1 P 3:1–6.
Hace un tiempo se levantó una falsa doctrina que les dice a las mujeres que no deben someterse a sus maridos si estos no son creyentes. El movimiento feminista en las iglesias ha tomado tanto poder que se atreve a oponerse de frente a la ley de Dios con tal de complacer los caprichos mundanos de las mujeres y la pereza y desidia de los varones. Este pasaje desmonta totalmente esa falsa doctrina y nos enseña cuál es el fin de que las mujeres creyentes estén sujetas a sus maridos, aunque estos sean incrédulos.
Cuando una mujer cambiaba de religión, traicionaba las tradiciones familiares y la religión del hombre de la casa; esto le traía repudio y maltratos físicos. Pedro ya nos ha hablado del sufrimiento: «pues también Cristo sufrió por ustedes, dejándoles ejemplo para que sigan Sus pasos» (2:21). En el matrimonio, las mujeres debían saber cómo responder ante los maltratos. Pablo dice que las mujeres deben permanecer casadas con sus esposos incrédulos, si ellos así lo desean (1 Co. 7:13), la razón es esta: el marido puede abandonar pecados por el solo testimonio de la esposa o, mejor aún, encontrarse con Cristo (1 Co. 7:14).
Aunque el maltrato físico hoy es un delito, que debe ser denunciado ante las autoridades y no debe ser tolerado de ningún modo, en el principio no fue así. Las mujeres creyentes, por el testimonio de Cristo, recibían golpizas de sus maridos incrédulos, los varones de sus dueños y expulsados de los círculos sociales. Pero ante todo este desprecio, Pedro nos manda a la sujeción. La Biblia nos manda a tener el regocijo en la salvación, aunque, por un poco de tiempo, si es necesario, suframos en esta tierra en manos de los que nos rodean (1 P 1:3–9).
A diferencia de lo que enseñan el feminismo religioso y las tantas falsas maestras de la Biblia, Cristo está interesado en que su nombre sea conocido por los que en nuestro hogar habitan y para ello les ha encomendado esta tarea a las mujeres: someterse a sus maridos y ser modestas, pero esto lo trataremos después. Dios no está interesado en mujeres activistas que se levanten contra los pueblos; Él quiere que las mujeres sean evangelistas en sus propios hogares y esto tiene gran galardón de parte Suya.
Hermana, si usted está casada con un incrédulo, debe hallar gozo en Dios, en obedecer Su Palabra, por lo cual es llamada a obedecer y someterse a su marido incrédulo. Aunque este no esté satisfecho con Cristo, usted debe demostrarle que sí hay satisfacción en Él, sometida porque Él lo demanda y predicando el Evangelio de la gloria de Cristo, no porque está sometida solamente a su marido, porque está sometida a Dios.
Si todos nos sujetáramos a nuestras autoridades con gozo y por honrar a nuestro Señor, jefes, compañeros de trabajo, los maridos incrédulos estarían viendo el testimonio que portamos, el de la gloriosa obra de Cristo en la cruz y su poder transformador. Si Cristo, siendo Dios, se sujetó al Padre y a la sociedad corrupta, hasta el punto de entregar su vida, no existe ninguna razón para que las hermanas no se sujeten a sus maridos, aunque sean incrédulos. Están como creyentes invitadas a seguir las pisadas de Cristo porque «sufrió por ustedes, dejándoles ejemplo para que sigan Sus pasos» (2:21).
