Una justicia que nace del corazón

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Porque les digo a ustedes que si su justicia no supera la de los escribas y fariseos, no entrarán en el reino de los cielos – Mt 5:20.

Las palabras de Jesús revelan con una claridad penetrante que la verdadera vida espiritual no se sostiene en apariencias ni en esfuerzos humanos. Él no habla solo de fariseos antiguos, describe la inclinación de todos nosotros a refugiarnos en lo visible para evitar enfrentar la pobreza del corazón. Con ternura y firmeza, el Señor nos muestra que existe una justicia que impresiona a los hombres, pero no a Dios, porque no brota de un corazón transformado.

La justicia farisaica era respetada por su rigor, pero carecía de vida. Era externa, volcada en rituales y conductas visibles, pero indiferente a las intenciones del corazón. Era parcial, cuidadosa con detalles insignificantes, mientras descuidaba lo más esencial: justicia, misericordia y fidelidad. Era redefinida, moldeando la ley para evitar el reconocimiento del pecado. Y era profundamente egocéntrica, apoyada en la comparación con otros para sostener el orgullo espiritual. Por eso Jesús enseñó que el publicano humilde, y no el fariseo satisfecho consigo mismo, salió justificado (Lc 18:9–14).

Esa misma justicia externa sigue presente hoy. La vemos en quienes acumulan actividades religiosas sin examinar sus motivos; en quienes sirven para ser vistos; en quienes sostienen una ortodoxia impecable, pero muestran dureza; en quienes denuncian el pecado ajeno mientras toleran el propio; en quienes presumen disciplina espiritual, pero descuidan el perdón y la reconciliación; en quienes usan la doctrina como pedestal; en quienes lucen ordenados externamente, pero toleran orgullo o resentimiento. Son formas modernas de aquella justicia insuficiente que Jesús declara incapaz de abrir la puerta del reino.

¿Qué significa entonces poseer una justicia “mayor”? Jesús no pide una versión intensificada de la justicia farisaica, sino una justicia de otra naturaleza. Es la justicia que Dios mismo otorga al pecador que deja de apoyarse en sí mismo y abraza a Cristo como su única esperanza (Ro 3:21–22). Esta justicia imputada nos reconcilia con Dios, pero también se convierte en justicia impartida, formada día a día por el Espíritu, porque hemos sido creados en Cristo para buenas obras (Ef 2:10). La gracia no debilita la ley; la escribe en el corazón.

¿Cómo se combate entonces la justicia externa? Primero, mediante una humillación sincera, que renuncia a toda autojustificación y confiesa la necesidad de la gracia. Segundo, cultivando la vida interior, donde nace la verdadera obediencia: llorar el pecado, anhelar la santidad, buscar reconciliación donde hay heridas, rechazar la hipocresía, servir en secreto, ordenar nuestras disciplinas no para ganar mérito, sino para amar más a nuestro Señor. Practicar esto implica evaluar nuestras motivaciones, pedir perdón cuando fallamos, reconciliarnos con quienes hemos herido y ordenar nuestra vida espiritual para conocer a Cristo más profundamente.

Renunciemos a toda justicia propia y descansemos únicamente en Él, pidiendo que su Espíritu forme en nosotros una obediencia genuina que brote del corazón y se exprese en una vida que honre al Rey en lo visible y en lo secreto.